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… Que quiero en mi búnker

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Torrijas empapadas en leche o en vino y yo en agua. Semana Santa andaluza con chuzos de punta. Llaman a la puerta, es mi vecina camuflada con chubasquero y capucha: “Toma, he hecho puchero y arroz con leche”. Y yo, que estaba pensando qué hacer de comer, ya solo pienso en probar semejante regalo. Tiene el puchero sabor inconfundible a cuidado maternal y de abuela, ese al que canta Ruibal, el que me engancha al que hacía mi madre y me empaña los ojos: “Caldito con amor aquí nunca falta. La olla siempre limpia la frente alta”. 

El domingo ritual de desayuno con amigos. Antonio y Puri llegan con un regalo verde a más no poder. “Unas poquitas habas cogidas de ayer”.

Esa legumbre es alegría porque me conecta con mi padre, hijo de andaluces, pero siempre salta un chispazo de tristeza, por no tenerle y por todas esas habas que me perdí en la adolescencia: “No sé, mamá, que no acaban de gustarme, que son un poco amargas, que la piel es un poco recia, que no quiero, que se las coma papá, a él le encantan”. 

Ahora a quien le encantan es a mí y las como con el mismo orgullo con el que defiendo sus principios, así que al día siguiente las preparo esparragás con huevos cuajaos pero esta vez cambio la receta Martos por la Fernández, que me enseñó mi querida diosa del flamenco, Juana del Pipa. Y así fusiono a mis amigos con mi familia, que se mezclan como la yema y el pimentón, en una emulsión tan fina que una ya no sabe cuál da más color a cada bocado de vida.

No pasan ni dos días cuando aparece José Luis: “Unas torrijas y unas zanahorias aliñás que ha hecho Carmen, para que las probéis”. Y cuando le mando a la maga de la cocina un mensaje de voz para agradecer su envío de felicidad, me cuenta que está preparando papas con chocos. “Si me salen buenas te mando”.

En una presunta tercera Guerra Mundial, en mi búnker quiero cerca esa gente corriente que regala amor dentro de un táper. No hay estrellas Michelin suficientes en todo el sistema solar para valorar eso que hacen, al cielo con ellas

Buenas no, buenísimas. Es el sabor a mar y campo andaluz que te dice dónde estás y paladeas con la conciencia de que cuando te encuentres lejos, la huella que queda en el hipocampo te llevará de vuelta allí, si tienes la fortuna de probar algo parecido…

Sigue esa lluvia que para en seco las procesiones y da de beber a la tierra y llega el momento de hacer la maleta. Hay que volver a esa otra vida a ritmo de tubo de escape del que no puedo escapar, de momento…Y en medio del zafarrancho de la recogida, llamada de mi vecina Silvia: “Sal un momento a la puerta”. Y allí está ella, cerrando el círculo del afecto que abrió el primer día con un puchero. Esta vez es un buen trozo de tortilla de patata recién hecha: “por si no tenéis cena, para que no os lieis”.

Esta es la historia de un puchero, un arroz con leche, unas habas, unas torrijas, unas zanahorias aliñás, papas con chocos y tortilla de patata. Es la historia de vecinos y amigos que te abrigan, que te hacen sentir en casa, en familia, como si tuvieras al lado a la que tienes lejos y a la que ya no tienes… 

En una presunta tercera Guerra Mundial y en las batallas diarias, en mi búnker quiero cerca esa gente corriente que regala amor dentro de un táper. No hay estrellas Michelin suficientes en todo el sistema solar para valorar eso que hacen, al cielo con ellas. 

Torrijas empapadas en leche o en vino y yo en agua. Semana Santa andaluza con chuzos de punta. Llaman a la puerta, es mi vecina camuflada con chubasquero y capucha: “Toma, he hecho puchero y arroz con leche”. Y yo, que estaba pensando qué hacer de comer, ya solo pienso en probar semejante regalo. Tiene el puchero sabor inconfundible a cuidado maternal y de abuela, ese al que canta Ruibal, el que me engancha al que hacía mi madre y me empaña los ojos: “Caldito con amor aquí nunca falta. La olla siempre limpia la frente alta”. 

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