Cuentan las noticias de estos días que la izquierda europea está peleando “contra la austeridad” impuesta por las autoridades comunitarias. El problema de tal afirmación es que con dificultad puede estar un ciudadano corriente “contra la austeridad”. La austeridad, por definición, es buena: el austero, dice el diccionario, es “severo, rigurosamente ajustado a las normas de la moral”, o también “sobrio, morigerado, sencillo, sin ninguna clase de alardes”. Antónimos de “austero” son disoluto, débil, espectacular, esplendoroso, extremo, licencioso, soberbio, voraz, suntuoso… La austeridad, por lo demás, es una cualidad asociada implícitamente al imaginario conservador.
He aquí un ejemplo de última hora de lo que desde hace años llamamos “infiltración semántica”. Los conservadores han logrado entrar en la semántica de la izquierda, que ha terminado por aceptar el concepto, aunque fuera para negarlo infructuosamente. Tanto es así, que algunos han tenido que inventar términos imposibles, como “austericidio”. Ahora va a resultar que un progresista tendrá que optar por “matar la austeridad” como línea de su programa político. De locos.
Hay abundantes ejemplos de infiltración semántica. Quienes defendemos el derecho de las mujeres a decidir sobre su maternidad hablamos con naturalidad de los colectivos, las asociaciones o las manifestaciones “pro vida”. Los conservadores se han infiltrado en nuestra semántica, y explícitamente aceptamos que ellos están “por la vida” y nosotros no. Los nacionalistas se han infiltrado en el lenguaje de sus adversarios y han logrado colocar el “derecho a decidir” para esconder el programa independentista, y han logrado poner así a un partido tan honorable como el PSC en la tesitura de tener que contestar si está o no a favor de algo contra lo que nadie puede estar: “el derecho a decidir”.
Acabo de publicar, con el apoyo de la Fundación Ideas y bajo el sello de Edhasa, el libro Frases como puños, una constatación científica del enorme poder de las palabras en la construcción social de la realidad. Si decimos “funcionario”, “sindicato” o “mercado”, la gente se sitúa en línea con las ideas conservadoras. Pero si decimos “médicos y maestros”, “representantes de los trabajadores” o “especuladores”, el perezoso cerebro humano se acomoda más fácilmente a los postulados típicamente progresistas.
Cuando el lenguaje se ha extendido y ha colonizado una sociedad, y cuando ha logrado infiltrarse en el imaginario del adversario, ya es difícil sacarlo de ahí. Quizá resulte imposible negar ya que estamos en una batalla imposible “contra la austeridad”, y no tengamos más remedio que librarla. Pero los progresistas del mundo harían bien en reconocer que las palabras no son objetos inofensivos y su tratamiento cosas del marketing. No: las palabras son la materia prima de la política y poderosas armas de influencia en el orden social. En las escuelas de negocios, en las iglesias y en los think tanks conservadores, hace mucho tiempo que se aplican en su uso inteligente.
Cuentan las noticias de estos días que la izquierda europea está peleando “contra la austeridad” impuesta por las autoridades comunitarias. El problema de tal afirmación es que con dificultad puede estar un ciudadano corriente “contra la austeridad”. La austeridad, por definición, es buena: el austero, dice el diccionario, es “severo, rigurosamente ajustado a las normas de la moral”, o también “sobrio, morigerado, sencillo, sin ninguna clase de alardes”. Antónimos de “austero” son disoluto, débil, espectacular, esplendoroso, extremo, licencioso, soberbio, voraz, suntuoso… La austeridad, por lo demás, es una cualidad asociada implícitamente al imaginario conservador.