VERSO LIBRE

La verdad

Caminaba por la calle Fuencarral. Acababa de salir de un acto sobre Europa, o sobre la realidad europea, o sobre los peligros del sentimiento antieuropeo, o sobre las mentiras del mundo que hemos creado. Muchas de las palabras oídas me habían parecido también mentirosas. De pronto me encontré con unos músicos callejeros, tres violines y un violonchelo, que estaban tocando a Beethoven. Me asaltó un repentino y agudo sentimiento de verdad.

La gente dudaba, volvía la cabeza, se detenía un momento, para seguir después con su prisa. De vez en cuando alguien echaba una limosna en el plato que los maestros habían colocado en el suelo. Porque sin duda eran maestros, tocaban muy bien, uno podía imaginar largas horas de estudio y conservatorio en algún país del Este. En un margen de la calle, ahora ocupaban casi el lugar de los mendigos, pero seguían concentrados en la solemne dignidad de su música mientras la realidad caminaba con prisa hacia otras soledades y otros asuntos.

Cuando uno se atreve a utilizar la palabra verdad saltan todas las alarmas. Enseguida protestan los miedos, el daño de los dogmas, los sermones, la conciencia de que sólo existen puntos de vista, la sabiduría contrastada de que la realidad es una materia flexible, líquida, dependiente de cada interpretación. Todo eso está muy bien, pero si escribo esta columna es porque sentí que la verdad de Beethoven y de aquellos músicos callejeros merecía en mí una segunda oportunidad. Como ocurre con algunos libros, algunos cuadros, algunos argumentos, a veces coinciden las cosas, lo que es, lo que vemos y lo que sentimos, y de nosotros un deseo de afirmación.

¿Nos atrevemos a afirmar? La cultura dominante lleva años invitándonos al descrédito. Tener una convicción parece cosa del pasado, un hecho característico de otras épocas peligrosas, cuando las ideas eran capaces de alterar el mundo y acabar en revoluciones, odios ciegos, banderas sangrientas y campos de concentración. No es que ahora falten la sangre, la muerte y la injusticia, pero las ideas que justifican su perpetuo dominio se han convertido en una rutina, en normas que llenan el aire de nuestras habitaciones y la tela nuestros bolsillos, y no hacen otro ruido que el de la gente que pasa.

La duda razonable ante el poder de los dogmas se ha transformado en el poder del cinismo, el relativismo, el nada tiene importancia porque no existe la verdad, y todo es una farsa, y la representación parece inseparable de la mentira, y las convicciones son un equipaje molesto para la prisa que nos lleva a nuestro comedor, o al escaparate de la próxima tienda, o a la fiesta oscura de nuestra soledad. No hay tiempo para reconocer la sorpresa de los músicos.

Aceptar un sentimiento de verdad suele ponernos en un compromiso. Resulta difícil dejar de comprometerse con una verdad, cerrar los ojos ante aquello que nos interpela y nos afecta porque ya forma parte de nosotros, porque une lo que somos a las condiciones de la realidad. Y tampoco están los tiempos para compromisos, así que es mejor renunciar a la verdad, al sí o al no que se meditan con la lentitud de cualquier aprendizaje, por ejemplo, del solfeo o la armonía. Sobran los vínculos, sobra el peso de un abrazo que pretenda convertirse en algo más que la flor de un instante. Sobra el esfuerzo.

Supongo que dentro de la sensación de verdad que me asaltó en la calle había algo más que la música de Beethoven. Supongo que allí vi representado el esfuerzo de unos músicos, su afán durante años por dominar un instrumento. Supongo que vi también el compromiso de cuatro personas con una vocación malaventurada. Supongo que necesité darle la razón a la palabra verdad porque aquella belleza no enmascaraba, no suprimía las realidades feas, me obligaba a mirar un mundo precario en el que las palabras Bethoveen, Europa, maestro, esfuerzo, compromiso y convicción eran situadas en el lugar de la mendicidad, en los márgenes de una prisa cotidiana que ya no desea convertirse en relato. Supongo, además, que me sentí viejo ante el mundo que pasaba de largo y consideré más patético disfrazarme de joven que aceptar la miseria de mis esfuerzos, mis compromisos y mis convicciones.

Cuenta la leyenda que Bethoveen gritó en una ocasión “mi música es para esa gente”, porque quiso defender la dignidad del pueblo frente a los ritos de la nobleza. En la calle Fuencarral, muy cerca de las putas de la calle Carretas, sentí que la música mendiga de un violonchelo y tres violines era para mí. Es la verdad.

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