Una (ligera) envidia

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El debate sobre el Brexit, dentro y fuera del Reino Unido, es uno de los más tóxicos que he visto nunca, por la vehemencia y exageración de muchas de las posiciones que se enarbolan. Diría que es comparable al debate sobre la crisis catalana en cuanto a sectarismo y exaltación. Son dos “monotemas” que los ciudadanos califican de extenuantes pero de los que nadie está dispuesto a renunciar a su dosis diaria.

Los enemigos del Brexit consideran que los partidarios de abandonar la UE son unos descerebrados, incapaces de tomar decisiones sobre asuntos complejos, manipulados por unas élites sin escrúpulos, presos de un nacionalismo primario, excluyente y xenófobo, nostálgicos del pasado imperial de su país; van, en suma, contra el curso de la historia. Por el contrario, quienes apoyan el Brexit creen que sus rivales son unos arrogantes, que se creen en posesión de la razón, que defienden los intereses de las élites cosmopolitas y de los ganadores de la globalización, que desprecian a las clases populares y que han abandonado todo compromiso político con su nación.

Cada bando acusa al otro de mentir y los dos tienen razón. Tanto en la campaña del referéndum de 2016 como en los debates posteriores, los defensores de salir de la UE inventaron cifras absurdas sobre lo que se ahorraría el Estado británico saliendo de la Unión, mientras que quienes apostaban por la permanencia amenazaban con consecuencias económicas apocalípticas si el Reino Unido dejaba de ser miembro de la UE.

Tratemos de olvidar la retórica y las malas artes que han envuelto el endiablado problema del Brexit y vayamos a lo fundamental. En Reino Unido había, desde hace décadas, dos visiones enfrentadas sobre la relación de su país con la Unión Europea. Para algunos, la integración europea era el destino natural que le correspondía a una antigua potencia imperial como la británica en tiempos de globalización. Para otros, sin embargo, la UE suponía un orden constitucional ajeno al sistema político del país que ponía en cuestión la capacidad del Reino Unido para tomar decisiones autónomamente.

Por debajo de estas posturas laten diferencias profundas sobre la soberanía política. Los partidarios de la permanencia piensan que apelar a la soberanía popular a estas alturas de los tiempos es un anacronismo. Según este punto de vista, la soberanía estatal pertenece a otra época, hoy no queda más remedio que aceptar que los Estados han perdido protagonismo y que sólo pueden logran sus objetivos haciendo frente común con otros Estados, formando alianzas y creando instituciones que no pueden estar sometidas a los controles democráticos del Estado-nación clásico. Los otros, en cambio, creen que la soberanía política es irrenunciable, que el tipo de sociedad en el que viven los británicos debería ser el resultado de las decisiones que tomen los propios británicos y no de acuerdos intergubernamentales y de regulaciones impuestas por la Comisión Europea.

Al margen del juego sucio y de la demagogia en la superficie de la política británica, se trata de una cuestión fundamental en el orden político. Es casi un asunto existencial. Por eso era importante someterla a referéndum y darle la palabra a la ciudadanía. Todos tuvieron oportunidad de exponer sus razones y de criticar las ajenas. Y el resultado fue una victoria del Brexit (51,9% frente a 48,1%, con una tasa de participación del 72,2%).

Ha habido muchos intentos de deslegitimar el referéndum y de intentar bloquear su implementación. Se ha dicho, por ejemplo, que una decisión así no se puede tomar por mayoría simple, lo cual resulta razonable, siempre y cuando se aplique a todo referéndum europeo, no sólo a este, y se anuncie de antemano. Recuérdese que prácticamente todos los referéndums sobre asuntos europeos (sobre el Tratado de Maastricht, sobre la fracasada Constitución europea, etc.) se han resuelto por mayoría simple y en muchas ocasiones por un margen mínimo. En Francia, en el referéndum del 20 de septiembre de 1992, el “sí” a Maastricht venció por un 51% frente a un 49% de noes y nadie pidió un segundo referéndum ni se cuestionó seguir adelante a pesar de lo ajustado del resultado; con un sistema de mayoría reforzada, el Tratado de Maastricht habría fracasado y el euro no habría tenido lugar nunca.

El Reino Unido es un país con una larga tradición democrática y liberal y con una economía muy potente que se puede permitir el “lujo” de dejar en manos de la ciudadanía la decisión de continuar o no en la UE y respetar la voluntad expresada en las urnas. La victoria resonante de Boris Johnson se explica en última instancia porque encarnó ante la inmensa mayoría de los votantes conservadores y de una parte importante de los laboristas el compromiso de llevar a término lo que se había decidido en referéndum (“Get Brexit done”Get Brexit done).

Podemos argumentar que los británicos se han equivocado, que pagarán cara su osadía y su soberbia, que el Reino Unido ha escogido la dirección equivocada, que su aislamiento le condena a una decadencia inevitable. Puede que todo ello sea cierto. Pero no debemos olvidar que la democracia ha funcionado. Y que la democracia significa que la gente puede errar, pero que ese es un asunto que deben resolver a lo largo del tiempo los propios ciudadanos.

El establishment europeo no ha podido ocultar su condescendencia con el “espectáculo” que ha dado la política británica en estos años. A mí me parece, más bien, que la política británica, pese al caos de estos años, ha vuelto a demostrar su fuerte raigambre democrática. Aunque, en lo personal, esté más próximo a los defensores de la permanencia, no puedo dejar de sentir una (ligera) envidia por cómo el sistema político británico ha afrontado el problema.

El debate sobre el Brexit, dentro y fuera del Reino Unido, es uno de los más tóxicos que he visto nunca, por la vehemencia y exageración de muchas de las posiciones que se enarbolan. Diría que es comparable al debate sobre la crisis catalana en cuanto a sectarismo y exaltación. Son dos “monotemas” que los ciudadanos califican de extenuantes pero de los que nadie está dispuesto a renunciar a su dosis diaria.

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