En las tardes de agosto, donde el ventilador gira en el techo causando más hipnosis que fresco, el tiempo se vuelve una magnitud caprichosa, a veces cercana a lo eterno, cuando el aburrimiento, pereza de la imaginación, galbana del entusiasmo, manda. Otras toma la consistencia de lo mágico, si el sopor es quien domina, mezclando en unos segundos el diálogo de una vieja película del Oeste que suena de fondo con cualquier imagen casual de la mañana, en unas siestas que se sabe cuándo empiezan pero no cómo acaban. Si, por contra, quien tenemos al lado se deja llevar por el instinto, que en verano parece que camina más libre entre menos ropa, entonces deseamos que los minutos se hagan horas y las horas, costumbre.
El tiempo, sin las correas de lo asalariado, pasa de ser lo que sucede entre eventos al campo de juego de la vida. El reloj, que ya no se abandona en la mesilla porque se lleva en el móvil, deja de tener la severidad de un guardés y las horas el apellido de lo cotidiano. Las ocho y veinte ya no son las ocho y veinte de ansiedad esperando el metro y rumor estomacal de café mal digerido, sino suspiro en la almohada, luz que se cuela entre los agujeros de la persiana haciendo patente el polvo en suspensión. Como esas motas, que flotan en el aire por flotar sin más intención que su propia ligereza, quien se libra por unos días de las obligaciones lo que recupera, realmente, es que su cuello no esté bajo el filo del segundero.
Cuando el tiempo transcurre sin reglas se libera a sí mismo de su condición de vía única, de avance inexorable, de pasos que una vez dados no pueden retroceder. Basta una sensación, el olor del jazmín bajo la luz de la noche, las notas de una canción que nos llega intrépida desde otra ventana, para que tengamos la posibilidad de viajar al momento en que nos encontramos por primera vez en esa situación, puede que cuando la sentimos de manera más definitiva. A mí me ocurrió hace unos días con un té helado, uno de lata, porque creo que hace mucho, en una adolescencia de primera mitad de los noventa, me resultaba novedoso, adulto y sofisticado.
Basta una sensación, el olor del jazmín bajo la luz de la noche, las notas de una canción que nos llega intrépida desde otra ventana, para que tengamos la posibilidad de viajar al momento en que nos encontramos por primera vez en esa situación
Del té, los hielos que flotaban en el líquido ámbar, y ese sabor ligeramente terroso, a una tarde con catorce años, con la mirada absorta en unos cómics británicos que había comprado de segunda mano en un puesto del paseo marítimo, edición de batalla, papel áspero. Cada viñeta era un territorio a explorar, llena de detalles que debían ser descifrados como si guardaran algún tipo de mensaje en clave. Ciencia ficción distópica, armas que disparaban onomatopeyas, parajes desolados, sociedades decadentes, robots cínicos, bajos fondos de ciudades que llegaban hasta el cielo. Mujeres de acentos fatales y ojos seductores, primera invitación al sexo.
Aquellos tebeos, nada sublime, tan sólo un pasatiempo en una larga tarde de agosto, tenían la virtud de mostrar que había otro mundo que nos era aún desconocido. Cada trazo, cada línea de diálogo, cada mancha de tinta lo que nos contaban no era tan sólo una de aquellas historias que, más o menos, intuíamos cómo iban a terminar, sino que nos despertaban una curiosidad imposible de saciar con lo que habíamos visto hasta entonces. No leíamos para pasar el tiempo, no pasábamos página para escapar de los problemas, sino porque teníamos la certeza de que casi todo lo que importa estaba aún por descubrir.
Ese latido, único, desaparece con el pasar de los años sin que nadie nos advirtiera entonces de que lo disfrutáramos, pero sobre todo de que lo guardáramos, costase lo que costase, en alguna parte. Desaparece porque, con suerte, conseguimos llegar a descubrir lo que nos era ignoto, porque aquello que ansiamos, pasa, porque lo que iba a suceder queda como apunte en la memoria. Pero también, por desgracia, porque dejamos de mirar con curiosidad a las cosas, porque ya no creemos que haya lugares que merecen aún ser considerados, porque las personas pierden su interés, quizá porque los golpes nos hacen cautos, cuando no cobardes.
Lo cierto es que tener la posibilidad, gracias al tiempo que fluye liberado, de experimentar ese latido, aunque sea por unos instantes, es un suceso que conviene atesorar. No es sólo el fulgor de un recuerdo preciado, es notar cómo regresan partes de ti que creías completamente desaparecidas, incluso olvidadas, a menudo las mejores. Todas esas que creen que lo mejor está aún por suceder. Es magnífico volver a sentirse así.
En las tardes de agosto, donde el ventilador gira en el techo causando más hipnosis que fresco, el tiempo se vuelve una magnitud caprichosa, a veces cercana a lo eterno, cuando el aburrimiento, pereza de la imaginación, galbana del entusiasmo, manda. Otras toma la consistencia de lo mágico, si el sopor es quien domina, mezclando en unos segundos el diálogo de una vieja película del Oeste que suena de fondo con cualquier imagen casual de la mañana, en unas siestas que se sabe cuándo empiezan pero no cómo acaban. Si, por contra, quien tenemos al lado se deja llevar por el instinto, que en verano parece que camina más libre entre menos ropa, entonces deseamos que los minutos se hagan horas y las horas, costumbre.