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Contra el corporativismo: sobre las protestas en el campo y el transporte

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De repente hemos recordado que los productos requieren de materias primas para su fabricación, que necesitan de almacenaje y transporte, que la energía es un factor imprescindible en este proceso. Quizá parezca una obviedad, pero tras varias décadas donde lo único que parecía existir era el sistema financiero, lo digital y lo comunicativo —lo bien que nos contábamos las fábulas— parece que nos hemos dado cuenta de que las cosas pesan. Primero por los efectos de la parada de la producción mundial las semanas del confinamiento, después por su puesta en marcha de manera demasiado súbita. Ahora, el encarecimiento de los combustibles provocado por la guerra hace que la máquina ande sin resuello, no porque falte electricidad, gas o diésel, sino porque su encarecimiento hunde a los que estaban con el agua al cuello.

Pues sí, las cosas pesan, ahora y antes de 2020, sólo que entonces fingimos no darnos cuenta. Por ejemplo, usted pedía desde su móvil —domingo por la noche, pies sobre la mesa— algo tan útil e imprescindible como una cafetera 5G que, además de hacer la infusión, le felicitaba el santo y le daba el resultado de la quiniela. Apenas un par de días después, el maravilloso ingenio estaba en su cocina. Nos parecía todo tan mágico que olvidábamos que el cacharrito salía de una fábrica en China, a bordo de un camión, llegaba a un aeropuerto, cogía un avión, aterrizaba en suelo español y de ahí, bien en tren, bien por transporte rodado, aparecía en nuestra vivienda. Olvidábamos que sus componentes, incluidos los chips, salían de alguna parte y tenían que ser trasladados a la fábrica que los ensamblaba, el periplo del objeto recorriendo medio mundo, así como el combustible necesario para su movimiento. 

A pesar de que los ecologistas nos recordaban el proceso, todo esto se nos había olvidado no porque fuéramos imbéciles, sino porque cuando algo funciona, más allá de su utilidad, conveniencia o justicia, nadie pregunta cómo sucede. Cuando intentamos acertar con el tenedor a un tomate cherry —la ñoñería hecha verdura— no pensamos en el agua, el gasoil y la electricidad que ese simpático amigo coloradito lleva encima y, si quieren que les diga la verdad, es lo esperable. Porque ya está bien de volcar sobre el ciudadano anónimo todas las cargas de una organización económica sobre la que carece de control. Eso sí, cuando el tomate falte dos días del supermercado, al ciudadano habría que exigirle que, al menos, no entrara en pánico y, para somatizar la ausencia, se llevara cuatro kilos de nueces de macadamia y todo el papel higiénico que le quepa en el todoterreno.

Ese pánico viene de alguna parte, concretamente del mismo móvil con el que pedimos la cafetera parlanchina. A través de esa pantalla, nuestro primo Eulogio —que es un tipo listo que se sacó un curso de mecanografía por correspondencia en 1985— nos manda imágenes, desde hace dos años, que nos alertan de que “Gobierno de rojos, hambre y piojos”. También de que la tormenta de calima era una fumigación con metales pesados, de que las vacunas te dejan impotente y de que Irene Montero se va a gastar veinte mil millones de euros para volver loca a tu mujer y homosexual a tu hijo. Esos memes, esos vídeos de señores dando voces, ese sabotaje comunicacional cuesta también, como las verduras ñoñas, bastante dinero. Detrás de él está la extrema derecha.

¿Saben qué otra cosa se puede hacer? Justo lo que las instituciones neoliberales llevan décadas considerando un anatema: intervenir desde lo público en sectores estratégicos

Sin embargo convendría no engañarnos: además de manipulación, existen problemas de entidad sobre la mesa. Unos son coyunturales, como el alza de los combustibles, que ha resultado el detonante de las movilizaciones de transportistas y sector rural. Primer punto de interés: España no cuenta con el combustible más caro de la UE, el gasoleo B ya está bonificado y a los transportistas se les han puesto 500 millones de euros encima de la mesa. Si lo que se piden son aún más subvenciones, habrá que decir cómo se financian porque, como bien saben, España no tiene petróleo y los camiones y tractores no funcionan con cariño. Si la derecha y los ultras llevan en sus programas políticos constantes bajadas de impuestos, lo que nos queda entonces es montar nosotros una guerra y robarle el combustible a alguien a punta de pistola.

O no. Como en España somos gente honrada y gente de paz, la mayoría, en vez de guerra habrá que subir los impuestos, o recuperarlos, esos que la derecha ha ido eliminando. Las subvenciones, tan criticadas otras veces, hay que pagarlas con un sistema impositivo justo, como los sanitarios que nos salvaron del virus o unas Fuerzas Armadas que son requeridas en tiempos convulsos. ¿Saben qué otra cosa se puede hacer? Justo lo que las instituciones neoliberales llevan décadas considerando un anatema: intervenir desde lo público en sectores estratégicos. Es decir, si el sistema de fijación de precios eléctricos es una extorsión mensual, se cambia, primero por inútil, segundo por arbitrario y tercero porque el bien común está por encima del beneficio desmedido.

Pero, además, en protestas como las del campo o los transportes deberíamos tener claro que, al margen de los problemas reales, hay un factor que las hace susceptibles de convertirse en un arma en manos de las derechas: el corporativismo. Cuando en una protesta se juntan las patronales con autónomos y asalariados bajo un mismo paraguas, podemos deducir que hay un problema que afecta a un sector entero, en este caso el combustible, que a todos les interesa arreglar. También, y paralelamente, que las líneas de clase se han ido diluyendo, mezclando intereses divergentes en favor de los peces gordos. Como ya les advertimos por aquí a finales de noviembre, el corporativismo es la herramienta que las patronales utilizan como coartada para encubrir los problemas de precariedad, generados por su acción empresarial, en dificultades sectoriales.

La manifestación del campo, el pasado domingo, era de clara naturaleza corporativista. Primero porque juntaba a sectores cuya única vinculación era una difusa coincidencia territorial, ¿qué tiene que ver un regante del Segura o un cooperativista de Navarra con un cazador de Núñez de Balboa que se va a matar bichos los domingos?. Segundo porque los intereses de los propietarios estaban por encima de los de los trabajadores rurales. Uno de los puntos del manifiesto era reivindicar “las condiciones de contratación que permitan la temporalidad intrínseca al sector agrario”. Como lo leen, los convocantes de la protesta rural pedían derogar la reciente reforma laboral que convierte en fijos discontinuos a los trabajadores temporales, algo que sería un recorte de derechos. Una buena parte de los asistentes estaba tirando piedras contra su propio tejado.

En el caso de los transportes, el corporativismo se manifiesta como un conflicto que ha explotado por sus capas medias, aquellos que lograron comprar un camión, y hacerse autónomos o quizá montar una pequeña empresa. Sus problemas vienen precisamente de una relación con las grandes corporaciones que les subcontratan, quedándose un gran porcentaje del porte y no acordando con el cliente unas condiciones aceptables para la carga. Es decir, que los que hace unos años mejoraron y pudieron emanciparse del trabajo asalariado, ahora, pese a ser pequeños empresarios o autónomos, se ven como parte de un proceso de externalización encubierta en emprendimiento: ni les cubre el convenio colectivo, ni tienen la suficiente fuerza para tener buenos acuerdos mercantiles con las grandes empresas de transporte o clientes que requieran sus servicios. Y aquí los responsables no son el Gobierno o la guerra, sino un modelo neoliberal insostenible, justo el defendido por Vox y el PP. 

El corporativismo es un viejo conocido de la derecha y los grandes propietarios. A pesar de que surge en el siglo XIX, como una actualización de las asociaciones gremiales pre-industriales, es adaptado por los fascismos de los años 30 como el modelo perfecto para desactivar al movimiento obrero y su sindicalismo. Todos, trabajadores y patronos, bajo la unidad de destino nacional: misma bandera, diferentes derechos y beneficios. Aquel corporativismo fue el resultado de un acuerdo entre los dictadores fascistas y los grandes industriales para eliminar la lucha de clases y, a la vez, crear un marco laboral sin conflicto ni derechos.

La izquierda no puede cometer el error de criminalizar las protestas del campo o los transportistas clasificándolas de conspiración ultraderechista, ya que algunos de los problemas que las impulsan son reales: así sólo se dejará vía libre a las derechas que pretenden instrumentalizarlas. Pero tampoco, de manera pueril y bienintencionada, aceptar esas protestas como si fueran conflictos laborales entre el capital y el trabajo, porque no lo son. Bajo el corporativismo, a menudo se reivindican tratos de favor en la fiscalidad y subvenciones públicas para los gastos fijos, que nunca acaban repercutiendo en mejores condiciones laborales para los asalariados de esos sectores: el rural en España acumula miles de infracciones laborales en estos últimos años, es decir, cuando se ha puesto a los inspectores a hacer su labor.

Que estos días se hayan utilizado los paros patronales para cargar contra CCOO y UGT es una diáfana batalla de clase. Las derechas obtienen cercanía con algo que pasa por una protesta de carácter patronal para las miradas menos atentas, su “foto con el currante”, para atacar a quien no está lógicamente presente. Los sindicatos de clase no pueden tolerar que se pretendan hacer pasar los derechos de los Duques de Alba bajo el mismo epígrafe que los de los jornaleros, o los derechos del “pequeño empresario” con una decena de camiones con los de sus asalariados, con los que incumple el convenio reiteradamente. La misión de Solidaridad, el brazo corporativista de Vox, es justo esta: hacer que el señorito Iván pase por cercano a los trabajadores y hacer que los trabajadores vendan baratos sus derechos a los empresarios.

Al principio de este artículo, al describir el viaje de la cafetera parlanchina, nos acordamos de los medios de transporte, de los procesos de logística y de la energía necesaria para moverlos, pero, premeditadamente, obviamos el elemento esencial de la actividad económica a propósito: los trabajadores. Los que construyen el cacharro, los que lo transportan, los que te lo entregan en tu domicilio. Claro que el proceso nos parece mágico: como que hemos sido capaces de borrar a nuestra propia clase, la que constituye el grueso de la población. Y seamos justos, apenas nos damos cuenta: así somos, así estamos, ausentes de nuestra propia existencia.

Eso sí, qué rico el café.

De repente hemos recordado que los productos requieren de materias primas para su fabricación, que necesitan de almacenaje y transporte, que la energía es un factor imprescindible en este proceso. Quizá parezca una obviedad, pero tras varias décadas donde lo único que parecía existir era el sistema financiero, lo digital y lo comunicativo —lo bien que nos contábamos las fábulas— parece que nos hemos dado cuenta de que las cosas pesan. Primero por los efectos de la parada de la producción mundial las semanas del confinamiento, después por su puesta en marcha de manera demasiado súbita. Ahora, el encarecimiento de los combustibles provocado por la guerra hace que la máquina ande sin resuello, no porque falte electricidad, gas o diésel, sino porque su encarecimiento hunde a los que estaban con el agua al cuello.

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