Felipe VI y el poder

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En las oficinas el asunto del poder es algo que suele estar muy claro. En los rascacielos existe la planta noble, en esa planta, un despacho más grande que el del resto. Una estancia con muebles en maderas oscuras, las mejores vistas a la ciudad y suelo enmoquetado, que en ocasiones da para la práctica del golpe corto de golf. El conjunto se completa con una placa sobre la mesa, indicando nombre y cargo.

Allí se sabe quién manda. Nadie, atendiendo al escenario, puede tener dudas. Toda esta representación del poder es el trasunto empresarial de la corona. Un objeto precioso que se coloca en la cabeza a los monarcas para indicar al resto su posición. El poder requiere de símbolos para facilitar su función: que nadie ponga en duda quién lo encarna.

Los despachos son grandes y lujosos y las coronas están confeccionadas en oro y piedras preciosas porque necesitan transformar la idea de poder en algo material y nada mejor para conseguirlo que lo suntuoso. Se podrían fabricar coronas de madera pero el resultado no sería el mismo entre sus súbditos: algo que puede tener todo el mundo no es digno para representar la particularidad.

Les cuento todo esto, en primer lugar, por el décimo aniversario de la coronación de Felipe VI. Ese rey, nadie parece querer recordarlo, que llegó al trono bajo la indiferencia de las calles de Madrid, que apenas arroparon al Rolls Royce en su trayecto del Palacio de Oriente al Congreso de los Diputados. Algo ha cambiado el proceso tras dos siglos de revoluciones: al menos el monarca ahora hereda en la sede de la soberanía popular.

Felipe VI es perfectamente consciente de que la monarquía, en España, existe no sólo porque lo ponga en la Constitución, sino porque es útil a una serie de intereses de clase

Hoy, no tengo dudas, la coronación sería un éxito de público. Felipe VI tuvo su 23F en octubre de 2017. Si aquel choque de trenes con los independentistas catalanes valió para algo fue para asentar a un nuevo rey que, hasta entonces, tan sólo cargaba con el despropósito paterno. Miren, otra cosa más que tienen que agradecer las derechas a Puigdemont.

A Juan Carlos, que durante años había gozado de la aquiescencia de los medios, le abdicaron con dos portadas. De repente, de campechano pasó a impresentable, y eso, en medio de una crisis sin precedentes, con el paro rozando los seis millones, los recortes haciendo estragos y la corrupción extendida como una mancha de aceite, duque de Palma incluido, no le hizo gracia a nadie.

Juan Carlos se volvió un personaje tan disruptivo que empezó a poner en riesgo el papel de la monarquía, que no es otro que el de representar el poder. Cometió el error de pensar que él mismo era el poder y que por tanto sus actos siempre quedarían impunes, un error común a muchos mandatarios, un error que es fácil cometer cuando legalmente eres inviolable.

Pero no. El poder es otra cosa. Juan Carlos podía pertenecer a la realeza, pero el poder real pertenecía a otros. Un rey ejerce el poder por delegación. Constitucionalmente porque la soberanía nacional que emana del pueblo se sustantiva en el Estado, figura de la que ostenta su jefatura. En términos más concretos porque a quien manda en el mundo del dinero no le está de más que exista un parapeto regio.

Si las cosas fallan, y todo empezó a fallar de manera ostensible la pasada década, siempre se puede cambiar a un rey por otro. Simbolizar una nueva etapa para que todo siga como siempre cuando las aguas se calmen. Sobre todo si el rey saliente, o sea, Juan Carlos, había dejado de ser un parapeto y se había convertido en una figura demasiado incómoda e incontrolable. Lo de Botswana no sucedió tan sólo una vez.

Juan Carlos se volvió como una corona de madera, un símbolo inservible para las funciones que tenía encomendadas. Felipe VI es perfectamente consciente de que la monarquía, en España, existe no sólo porque lo ponga en la Constitución, sino porque es útil a una serie de intereses de clase. La cuestión es que en esta década, aun realizando un papel funcional y discreto, ha recibido toques de atención de los sectores más exacerbados de las derechas.

Los más notables han venido de Vox, que de una forma desacomplejada ha intentado trasladarle la responsabilidad de la aprobación de alguna ley, sugiriendo que podía negarse a firmarla, hecho del todo improbable bajo cualquier lectura constitucional. En Vox saben que piden un imposible, pero marcan el terreno, miden hasta dónde pueden llegar. La reacción nunca descansa en sus ensayos más turbios.

De ahí que el público más zorrocotroco entre los ultras haya cargado contra Felipe VI sin contemplaciones en más de una ocasión. En el acoso a Ferraz, por ejemplo, no eran inusuales los cánticos que tachaban al actual monarca de traidor y masón. Con la reina Letizia, machismo mediante, la cosa ya se disparaba a límites demenciales. Al parecer, no me pregunten por qué, están convencidos de que esta señora forma parte de algún culto satánico.

No es de extrañar que Letizia, a la que se intuye entre sus cualidades el olfato y la inteligencia, haya tenido gestos de simpatía con Pedro Sánchez en público. Sabe que si su hija tiene posibilidades de reinar en algún momento necesita contar con el apoyo del PSOE. Las otras dos opciones son que lo haga bajo una democracia sometida a una involución reaccionaria o que deje de reinar. A Alfonso XIII lo de coaligarse con Primo de Rivera bien no le fue.

A la monarquía se le supone el amor hacia España y, supongo, también el cariño hacia sus hijos. Y no debe de ser agradable pensar en un futuro con algo parecido a Abascal y algo parecido a Ayuso convirtiendo la capital en algo parecido a Ankara, Varsovia o Budapest. A la señora que se sienta en Sol también se le ocurrió darle un toque de atención a Felipe VI, tras una de esas romerías que se montan en Colón. Fue el 13 de junio de 2021. A mí no se me olvida.

Como tampoco aquel aforismo atribuido a Mao: “El poder habla por la boca del fusil”. El poder político surge del cañón de un arma, dijo al comienzo de la Guerra Civil china, en agosto de 1927. Acertó de lleno. Cuando todo se pone en cuestión, los propietarios pasan de los símbolos al plomo. De eso no nos libraremos nunca. No está de más recordarlo por feo que resulte. 

En las oficinas el asunto del poder es algo que suele estar muy claro. En los rascacielos existe la planta noble, en esa planta, un despacho más grande que el del resto. Una estancia con muebles en maderas oscuras, las mejores vistas a la ciudad y suelo enmoquetado, que en ocasiones da para la práctica del golpe corto de golf. El conjunto se completa con una placa sobre la mesa, indicando nombre y cargo.

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