Quién le pone el cascabel al gato

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El acuerdo que el PP rompió unilateralmente la pasada semana tenía como objetivo renovar el CGPJ pero, para ser justos, su primera función era la de levantar el atrincheramiento que este partido ejerce, contrariamente a la Constitución, desde hace cuatro años. Es decir, que Alberto Núñez Feijóo, en el caso de haber tenido palabra, algo de lo que ahora ya podemos decir que carece, no hubiera regalado nada al Gobierno, sino que hubiera cumplido con su país, retirando lo que en el mejor de los casos es un chantaje y en el peor la utilización del poder judicial como un arma política. Feijóo, de haber cumplido el pacto, lo único que hubiera hecho, por tanto, es restituir la normalidad institucional. He aquí el gran asunto de fondo: la derecha en España se ha salido de los cauces institucionales, la forma reglada en la que se expresa la democracia. 

Para algunos comentaristas de la actualidad, este suceso parece haber resultado una gran sorpresa. No les culpo. Con algunos de ellos discutía en la radio este pasado verano y sus argumentos parecían firmes. Pensaban, atendiendo al historial político de Feijóo, que era un dirigente moderado, un giro a la infausta época de Pablo Casado. Yo les insistía que, por encima de los deseos y trayectorias, se sitúa el equilibrio de fuerzas a las que se ven sometidos los políticos. La realidad es que, tras terminar de analizar en la tertulia el cambio que teóricamente suponía el dirigente gallego, que ellos afirmaban y yo negaba, pasábamos sin solución de continuidad a discutir sobre el plan de medidas energéticas, aquel que, según el PP, iba a acabar con el comercio y la seguridad. La propia actualidad desmentía las expectativas de atemperamiento: hablará bajito, se comporta igual.

La razón de que un plan energético, leve, se convirtió en debate permanente es la misma por la que se ha roto el pacto: en Madrid existe una trama ultraderechista que marca el ritmo de toda la derecha. No hablamos sólo de Vox, no hablamos sólo de su líder Isabel Díaz Ayuso, las cabezas visibles, la expresión partidaria, sino de una intriga en la que se incluyen sectores del poder económico, el altavoz mediático y partes del propio Estado que no ha renovado la decoración de sus despachos desde 1975. El combustible a este entramado es el modelo de capitalismo rentista y especulativo que vive, fundamentalmente, de la desregulación y las concesiones del Gobierno regional. Una forma de cohabitación que, en la pasada década, se articulaba a las bravas mediante la corrupción, que es el nombre que damos a este trasiego de intereses cuando su forma es descubierta.

En Madrid existe una trama ultraderechista que marca el ritmo de toda la derecha

Los medios afines, regados a dos manos con el dinero público y la publicidad privada, constituyen el sistema de propaganda de esta trama. Sólo así se comprende que Ayuso saliera indemne de su desastrosa gestión de la pandemia, que el destrozo sanitario no sea un tema de preocupación ciudadana o que las diferentes guerras culturales aneguen el debate público. Este altavoz construye también sentido común, haciendo pasar por normalidad lo que resulta excepcional. Por último, sirve de arma contra el considerado enemigo político, al que no se critica, sino que se persigue con acusaciones de ilegitimidad. Algo que se emplea habitualmente contra la izquierda, pero que también sirve de arma disciplinadora. Feijóo ha transigido con esta trama rompiendo el pacto del CGPJ porque sabe que a su antecesor, Casado, se lo quitaron de enmedio con dos editoriales y tres invectivas radiofónicas. 

Bajo este escenario, los deseos y antecedentes de Feijóo son absolutamente intrascendentes. No tiene un poder económico propio que le respalde, al menos tanto como para dar la cara por él, y su legitimidad delante de sus votantes depende de un aparato mediático que le es ajeno. Casado, en sus apenas tres años de mandato, tuvo etapas donde fue ideológicamente afín a esta trama, sencillamente porque fue la que le situó al mando del PP aprovechando el vacío de poder y las peleas internas devenidas de la espantada de Mariano Rajoy. Cuando intentó centrarse, posiblemente porque otros poderes económicos nacionales más sensatos así se lo indicaron, la trama le depuso con un golpe palaciego. No podían confiar en él, sobre todo después de que se enfrentara a Ayuso acusándola de corrupta, algo que tocó la fibra sensible de esta intriga: Sol debe ser un fortín inexpugnable por lo que se guarda bajo las alfombras. 

Esta trama se empezó a fraguar hace dos décadas, cuando José María Aznar y Faes analizaron que el sentido común del país seguía siendo progresista a pesar, incluso, de su victoria electoral por mayoría absoluta. Las elecciones del 2004 precipitaron esta tendencia, recurriendo a tres elementos que en aquel entonces fueron novedad y que hoy son habituales. El primero la manipulación y la mentira, transformando la desastrosa gestión informativa de los atentados por parte del Gobierno del PP en una conspiración de la ETA, la Policía, el PSOE y los servicios secretos marroquíes. El segundo elemento fue el revisionismo histórico, uno que venía a restituir al franquismo como un hecho histórico deseable. El tercero fue el no reconocimiento de la victoria de José Luis Rodríguez Zapatero, algo que nunca se pronunció en foro público, pero sí se insinuó mediante la agitación mediática.

La trama reaccionaria impulsada por Aznar decidió hacerse hegemónica mediante la ruptura de los consensos constitucionales que respetaban la legitimidad del adversario y rechazaban la dictadura, empleando un sistema de agitación sentimental de mentiras. En el momento en que Mariano Rajoy decidió marcar un perfil propio se le laminó desde los medios afines y se le hizo frente desde Sol, en esos años regido por Esperanza Aguirre. Este tira y afloja provocó que Rajoy se comportara como hoy se comporta Feijóo en aspectos como las leyes de memoria histórica, aborto, matrimonio igualitario, fin de ETA y, por supuesto, la cuestión catalana. El último regalo que la trama hizo al presidente gallego fue fabricarle una escisión conservadora, encabezada por Santiago Abascal, un mantenido de Aguirre. Vox, en el momento en que enlazó con la ultraderecha internacional, voló libre, pero antes no fue más que otra herramienta de castigo.

Es precisamente el intento independentista catalán el que da el combustible definitivo a la ultraderecha española para tomar entidad. Si para la derecha catalana el procés fue una escapada hacia delante para vadear sus recortes y corrupción, para la española fue una manera de pugnar por el sillón de presidente del PP: quien gritara más alto se hacía con él. El otoño rojigualdo de 2017 dio una identidad común a todo aquel cuerpo social que había pasado quince años envenenándose con las tertulias del TDT-party: el reconocimiento, encontrarte con los tuyos en la calle, es clave indisoluble para la cohesión. Tras la moción de censura de 2019, provocada por un PP desmembrado por la corrupción, Soraya Saenz de Santamaría, la candidata del IBEX, no pudo hacer nada contra Pablo Casado, el chico criado bajo las faldas de Aznar y Aguirre.

Sin embargo, nunca es conveniente poner todos los huevos en la misma cesta y, además de Génova, Sol, azotada por los mismos devenires de la corrupción, tuvo que ser purgada de elementos ajenos: de ahí la caída en desgracia de Cristina Cifuentes mediante la filtración del hurto. De nuevo el vacío de poder, de nuevo una recluta de cuarta fila pasando a primera, ganando unas elecciones en 2019 que la izquierda nunca debió haber perdido de no haber sido por sus propias disensiones. Si Cataluña fue el pistoletazo de salida, la pandemia resultó el momento de caos con el que se lanzó a la nueva presidenta madrileña como líder moral del espacio. No sólo. Al recién creado Gobierno de coalición se le intentó desalojar mediante el intento de crear un Ejecutivo de concentración, de nuevo con manipulación, mentiras y una agitación callejera inspirada en Caracas. Siete días de mayo, la ficción siempre nos adelanta la realidad.

La ultraderecha en España estuvo agazapada y silente muchos años, pero nunca desapareció de los cuarteles, determinadas instituciones, el mundo del dinero y el panorama mediático. ¿De verdad alguien pensaba que Feijóo podía ponerle el cascabel al gato? ¿De verdad alguien piensa que tras esta secuencia que les he descrito han llegado hasta aquí para ver un nuevo Rajoy en la Moncloa? ¿De verdad alguien piensa que el próximo gobierno de esta derecha, de suceder, va a tener unas características normales? Llegados hasta aquí, con las fuerzas movilizadas, es tarde para echar de nuevo a la criatura a dormir. Su objetivo es una restauración reaccionaria que sitúe a Madrid en la órbita de Ankara, Budapest o Varsovia. La creación de un país diferente al nacido en 1978. Llevan dos décadas buscándolo, con paciencia y dinero, y ahora no van a parar.

El acuerdo que el PP rompió unilateralmente la pasada semana tenía como objetivo renovar el CGPJ pero, para ser justos, su primera función era la de levantar el atrincheramiento que este partido ejerce, contrariamente a la Constitución, desde hace cuatro años. Es decir, que Alberto Núñez Feijóo, en el caso de haber tenido palabra, algo de lo que ahora ya podemos decir que carece, no hubiera regalado nada al Gobierno, sino que hubiera cumplido con su país, retirando lo que en el mejor de los casos es un chantaje y en el peor la utilización del poder judicial como un arma política. Feijóo, de haber cumplido el pacto, lo único que hubiera hecho, por tanto, es restituir la normalidad institucional. He aquí el gran asunto de fondo: la derecha en España se ha salido de los cauces institucionales, la forma reglada en la que se expresa la democracia. 

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