Últimamente, debe de ser que me estoy haciendo mayor, me apetece observar con cierta admiración lo más prosaico que me rodea. La semana pasada, por ejemplo, me tomé un par de días libres para visitar algunas ciudades del norte. Por un precio bastante módico, crucé media península en tres horas a bordo de un tren público.
Lo mismo conviene que me explique. Ese mismo viaje me hubiera tomado unas diez horas hace cincuenta años. Hace cien, al menos, un par de días. No son la velocidad, la técnica y la ingeniería lo que más me soprende, sino que cualquiera, independientemente de quién sea, de lo que tenga, pueda hacer ese viaje.
No es sólo lo del tren. Hace unos meses fui a dar una conferencia a un pequeño pueblo extremeño en la Sierra de Gredos. De camino al local municipal donde tendría lugar el acto, me crucé con un centro de día autonómico donde un par de auxiliares bajaban de una furgoneta a un abuelo en silla de ruedas. Encontré en la escena más civilización que en el Partenón de Atenas.
Cada jornada, casi siete millones de alumnos acuden a centros de enseñanza públicos. Diez millones de personas reciben prestaciones del sistema público de pensiones. Solamente los hospitales públicos atendieron 82 millones de consultas en 2023, tuvieron cuatro millones de pacientes ingresados y realizaron en torno a tres millones y medio de operaciones quirúrgicas.
Si se paran a pensarlo, que todo esto suceda cada día en un país como España me resulta algo asombroso. Por un lado por el complicado sistema de financiación que se requiere para sufragar estos servicios, una arquitectura tributaria que transforma aportaciones individuales de empresas y trabajadores en el combustible para un motor común.
Por el otro, porque en términos históricos, en muy poco tiempo hemos conseguido ser una excepción. Nunca, a lo largo de todo el devenir de la humanidad, se había conseguido articular un sistema que buscara, en algunos aspectos esenciales, la idea de igualdad. En Europa todo esto se empezó a poner en marcha a finales de los años 40 del siglo XX.
En España partimos con algo de desventaja en esto del Estado del bienestar. Entre otras cosas porque, en esa misma época, el franquismo estaba ocupado ejecutando a 15000 españoles que se negaron a la imposición por las armas de una dictadura asesina, ladrona e ignorante.
Más allá de la excepción ibérica, no hablo de la electricidad, sino de cómo los aliados permitieron que el fascismo siguiera vivo por estas tierras tras el fin de la guerra, cuando nos pusimos a ello a finales de los setenta, a edificar un país civilizado, la cosa nos quedó razonablemente bien.
Si ustedes tienen hijas o nietas hagan el favor de contarles de dónde venimos, lo que nos costó llegar hasta aquí
Sí, razonablemente bien. Esto no significa que todo haya sido un camino de rosas, tampoco que el resultado nos tenga que convencer por completo o que en la actualidad no existan flagrantes desigualdades que van a más. Significa que, teniendo en cuenta de dónde veníamos, conseguimos un punto de partida digno. Nicolás Sartorius lo resume en una frase: Franco murió en la cama, pero el franquismo murió en la calle.
Ahora, por lo visto, está mal recordar esto. El otro día leí a unos gilipollas, probablemente personas de clase media a medio hacer, que decían que El Corte Inglés era el último reducto de la España feliz. Que allí todo iba como tenía que ir, pero que fuera este país se consumía en una orgía de moros navajeros, homosexuales viciosos y rojos abyectos.
Personitas de esas que se ganan la vida escribiendo, sin duda mejor que yo, afirmaron hace poco, tras la riada de Valencia, que España era un Estado fallido. Después de mandar el artículo, supongo que saldrían a la calle, ese Mad Max castizo, para ir a tomar tortitas con nata a la cafetería que dicho centro comercial suele ubicar en su última planta. Y el resto a callar.
Supongo que con el progreso pasa lo mismo que con la aviación. Cuando los niños ven un cacharro volando se sorprenden y señalan con el dedo. Cómo no hacerlo. Luego nos acostumbramos y ya apenas levantamos la cabeza cuando vemos a un avión surcar los cielos. Pero, hostias, es que nos tiramos siete mil años soñando con ello.
Que suframos algo tan desmesurado como una pandemia y que lo primero que se nos ocurra —a los rojos— sea nacionalizar cuatro millones de sueldos para evitar que la paralización de la economía, un pausa literalmente a vida o muerte, arrase nuestro sistema productivo, a mí me parece, al menos, tan sorprendente como lo de volar.
Vivimos cada día algo sumamente excepcional en la historia, algo que por desgracia sólo ocurre en nuestro continente y en cuatro puntos más de este planeta, algo que es producto del esfuerzo organizado de la clase trabajadora en sus partidos y sindicatos para culminar la modernidad y darle a la ilustración un sentido plenamente social.
Algo que puede ser un paréntesis, un apunte a pie de página, un suspiro breve frente a la dilatada y terrible marca que han dejado la codicia, el egoísmo y la violencia en la piel de la humanidad. Hay gente muy poderosa que conspira a cada momento para borrar nuestras conquistas gloriosas, esas que no llevan nombre porque las conseguimos entre todos.
Si ustedes tienen hijos o nietos hagan el favor de contarles estas cosas. No hace tanto, cuando alguien de clase trabajadora se partía una pierna, solía acabar con el apelativo de inútil para el resto de su vida. Hoy le curamos entre todos, le pagamos su salario mientras se recupera para que, en cuatro meses, pueda seguir su camino. Es la medicina, pero sobre todo son las ideas.
Si ustedes tienen hijas o nietas hagan el favor de contarles de dónde venimos, lo que nos costó llegar hasta aquí. No contarlo como quien cuenta monedas sobre un mostrador, sino narrarlo con la emoción de las grandes gestas, de los episodios heroicos, de aquellas tradiciones que merece la pena recordar. Eso es todo lo que les pido para 2025.
Últimamente, debe de ser que me estoy haciendo mayor, me apetece observar con cierta admiración lo más prosaico que me rodea. La semana pasada, por ejemplo, me tomé un par de días libres para visitar algunas ciudades del norte. Por un precio bastante módico, crucé media península en tres horas a bordo de un tren público.