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Muerte de un ciclista

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El día se intuye frío, más aún en un páramo en el que la palabra desolación toma cuerpo en tres árboles desnudos, invernales, único acompañamiento al asfalto húmedo de una carretera cosida a baches que refleja el cielo encapotado, antes de perderse hasta donde alcanza la vista al coronar una pequeña pendiente. Un hombre entra en plano, es un ciclista que pedalea pesadamente sobre su bicicleta, quizá una muy parecida a la que Vittorio de Sica utilizó para rodar la desesperación en la Roma de posguerra unos años antes. Pero no estamos en Italia, sino en la España de mediados de los cincuenta y el hombre no es un deportista sino, sabremos más tarde, un obrero metalúrgico que ha finalizado su jornada. 

Un pequeño arbusto, un cardo a juzgar por las espinas y las flores secas, cruje en primer plano a causa del viento. La figura, poco a poco, se pierde en el cambio de rasante y justo cuando desaparece completamente un coche zigzagueante, en dirección contraria, entra en escena y se detiene dando un frenazo. Ya es tarde. Al volante, raro en aquellos años, una mujer: la belleza triste de Lucía Bosé. A su lado el apuesto Alberto Closas. Ambos miran en silencio a su espalda y se bajan del vehículo. Corren hacia la bicicleta que ocupa la parte baja de la pantalla, ella dudando, bajo un abrigo de piel, él decidido, bajo una gabardina. No vemos el cuerpo maltrecho, pero lo notamos en las manos de Closas que pronuncia absorto, “aún está vivo”, con la mirada perdida. Huyen de la escena, a petición de ella. La rueda de la bicicleta aún gira en el suelo cuando el coche sigue su camino.

En dos minutos, Juan Antonio Bardem, del que este junio conmemoramos el centenario de su nacimiento, nos cuenta el gélido inicio de Muerte de un ciclista, una cinta que en 1955 la censura franquista calificó de “gravemente peligrosa”. La narración, con pretensión de cine negro, reflejaba a las clases altas españolas entregadas al delito, al adulterio y al chantaje, lo cual no hubiera sido tan grave si la película, a poco que se estuviera atento, no hubiera reflejado la impudicia moral de aquellos que desencadenaron una guerra civil para quebrar las rodillas del progreso de la historia. El personaje de Lucía Bosé no es sólo una femme fatal peligrosa de tedio, es la ligereza de una burguesía que, entre borrachera y borrachera, era incapaz de poner en pie el país que había destruido.

Si Juan Antonio Bardem hubiera sido norteamericano, y no español y comunista, la escena del tablao flamenco, un magistral juego de luces y sombras, un montaje donde las miradas y los susurros van cerrando el plano al borde de completarse la extorsión contra los amantes, sería hoy una de esas tomas que siempre aparecerían en los documentales sobre historia del cine. Muerte de un ciclista, no obstante, ganó el premio de la prensa en Cannes, lo cual no evitó que su director fuera detenido al año siguiente, mientras rodaba Calle Mayor. Era el conflicto en el que unos cuantos cineastas consiguieron situar al franquismo, necesitado de proyección internacional para fingir normalidad justo con unas películas teñidas de la enorme anormalidad que sufría España en aquella mitad de los cincuenta.

“Ya te hubieras conformado tú en nuestros tiempos”, le dice un viejo amigo a Closas, que ha ido a visitarlo a unas instalaciones deportivas donde es entrenador universitario de unos jóvenes atletas, al comentar este los tiempos de los corredores. “No seas tan pesimista. No lo hacíamos tan mal. Teniendo en cuenta que casi siempre hemos corrido con un fusil a cuestas”. Aquellas instalaciones, tan sólo diecinueve años antes, habían contemplado correr a otros jóvenes, salvo que en vez de sobre las pistas de tierra, entre las trincheras, la explosiones y el fuego de ametralladora. Aún hay edificios en reconstrucción, pero en la película ya se plasman las primeras protestas estudiantiles, camufladas en la injusticia académica que sufre una alumna. Se rodaron las cargas policiales pero la tijera de la censura las dejó en la papelera de la sala de montaje. Algo estaba cambiando en el cine, también en las calles.

'Muerte de un ciclista' es un importante fragmento de historia de nuestro cine y nuestro país, objeto de estudio para los que quieran entender la España de los cincuenta y la semilla del cambio político que hizo posible nuestro tiempo

Bardem husmea estas primeras flores de primavera entre el deshielo y deja en el personaje de Alberto Closas algo parecido a la esperanza. La interpretación del actor consigue transmitir en la hora y veinte de metraje una pesadumbre por algo que sabe que está terriblemente mal y que no es tan sólo huir de la escena del atropello impelido por su amante. En Closas se adivina el espíritu de la reconciliación nacional que el PCE teorizó leyendo correctamente que, incluso dentro de la España nacional, muchos sabían del daño que la dictadura estaba haciendo a España, pero sobre todo a los españoles. La audacia del cineasta consistió en algo mucho más importante que lanzar una crítica despiadada hacia sus enemigos, sino otorgarles la capacidad de enmienda, mostrarles una puerta de salida, una mano abierta.

Muerte de un ciclista es un importante fragmento de historia de nuestro cine y nuestro país, objeto de estudio para los que quieran entender la España de los cincuenta y la semilla del cambio político que hizo posible nuestro tiempo. Verla hoy, por desgracia, deja un sabor amargo ya que su final, que no adelantamos en consideración de posibles espectadores que se acercan a la película por primera vez, nos alerta de que esa reconciliación, ese cambio, iba a costar aún mucho. El problema es que cuando la flecha del tiempo parece tomar un giro funesto, descontando días al progreso en vez de sumarlos, aquello que era un fragmento de historia toma materia de advertencia para el futuro. Pero no sólo.

Si por algo inquieta ver Muerte de un ciclista en 2022 es porque el personaje de Lucía Bosé, cargado de una indolencia dolorosa y criminal, hoy parece representar no sólo a las clases altas del país, sino a muchos de sus habitantes, sumidos en un sopor, en un desencanto, que ni les corresponde ni pueden permitirse. Ya me gustaría escribir lo contrario, pero en este fin de temporada, en este junio de calor plomizo y aterrante, la sensación es que los que manejan los ambientes han conseguido imponer la languidez y el decaimiento entre la ciudadanía, esa que, a diferencia del personaje de Bosé, no puede permitirse abrigos de pieles. Ya les avisamos por aquí a finales de diciembre de 2021, en un momento en que les conté que se adivinaba una terrible frustración que nos costaría cara.

Hay, sin embargo, esperanza entre tanto gesto abatido y tanta actitud descorazonada. La pasada semana miles de personas salieron en el sur de Madrid a defender la sanidad pública. En Cantabria, los trabajadores del metal, organizados sindicalmente, están plantando cara a una patronal que se niega a negociar un convenio digno: llevan casi quince días de huelga. En Andalucía, pese a las malas encuestas, hay una izquierda que se está dejando la piel en la campaña porque sabe que, más allá de esa desidia que otros han prefabricado oportunamente, los ultraderechistas andan con el cuchillo en la boca. Todos tenemos razones para el desencanto, todos deberíamos tener razones para la esperanza. Decir lo contrario es volver a dejar a ese ciclista, a ese país, tirado en la carretera en medio del páramo.

El día se intuye frío, más aún en un páramo en el que la palabra desolación toma cuerpo en tres árboles desnudos, invernales, único acompañamiento al asfalto húmedo de una carretera cosida a baches que refleja el cielo encapotado, antes de perderse hasta donde alcanza la vista al coronar una pequeña pendiente. Un hombre entra en plano, es un ciclista que pedalea pesadamente sobre su bicicleta, quizá una muy parecida a la que Vittorio de Sica utilizó para rodar la desesperación en la Roma de posguerra unos años antes. Pero no estamos en Italia, sino en la España de mediados de los cincuenta y el hombre no es un deportista sino, sabremos más tarde, un obrero metalúrgico que ha finalizado su jornada. 

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