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No fue fácil llegar hasta aquí: 100 años del PCE

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No fue fácil llegar hasta aquí, pero mereció la pena. Quizá podría ser una frase con la que el Partido Comunista de España pueda resumir sus 100 años, una efeméride cargada de mucho más significado del que algunos desearían. En primer lugar por la conmemoración de su historia, una que debería ser orgullo nacional pero que, desde hace unos años, se ha convertido en medidor de nuestra involución democrática. En segundo lugar por su protagonismo en el presente: desde la Guerra Civil el PCE no ostentaba tanto poder institucional, lo cual puede señalar sus errores, pero sin duda marca nuestra anormalidad en la posguerra europea. En tercero por su proyección hacia el futuro: algunos desearían ver al partido convertido en en poco más que un museo moral y no en una herramienta viva al servicio del país.

El PCE es el partido al que España siempre ha recurrido en sus momentos más difíciles, no sólo porque los comunistas tuvieran disciplina, organización y programa, sino porque esos momentos siempre han coincidido con el conflicto fundamental con el que nuestras sociedades se han movido y se mueven: la lucha de clases. El golpe de Estado de 1936 fue la venganza armada ante el ascenso de los trabajadores como sujeto político, un tajo a un profundo proceso de cambio, algo que se convirtió en una guerra precisamente por la incapacidad de que ese golpe triunfara en los núcleos obreros del país. La Transición, por su parte, fue la pretensión de sustituir el régimen resultante por otro que encajara en las necesidades del capitalismo europeo donde los comunistas, a través del partido y las Comisiones Obreras, consiguieron que lo resultante no fuera justo lo pensado por las élites, nacionales y extranjeras.

Entre medias, la lucha antifranquista. Cuarenta años de devenires y agitación al son de los contextos internacionales. Fueron los tiempos más oscuros, no exentos de grandes errores y conflictos internos en los que el PCE se abrió las carnes en más de una ocasión: España también fue una pieza en el gran tablero de la geoestrategia entre bloques y Moscú tenía sus propios intereses al margen de la Internacional. Los demás partidos antifranquistas, o eran irrelevantes, o se dejaron querer por Washington y Berlín Oeste. Pero la lucha contra la dictadura también fueron los años de otros tantos aciertos, de una épica que agrupó en torno a sí a lo mejor del país, fuera y dentro de sus fronteras. Que creó, bajo la represión más atroz, una tupida red de afinidades que resistió a las ejecuciones, la cárcel y el exilio. Ser del PCE, de 1939 a 1978, no era ningún pasatiempo.

En esa época el PCE cambia Moscú por París y Roma, algo que no le costó pocas disputas internas. Cambiar al PCUS por Berlinguer y Marchais fue, probablemente, una jugada que a Carrillo, su histórico secretario general, nunca le será bien ponderada. La Transición salió adelante gracias a aquello, unos dirán que también, otros que fundamentalmente. En el proceso el PCE se dejó el alma, siendo sorpasado su compromiso histórico por un PSOE que jugó a ser más joven, más de izquierdas y más contemporáneo al mando de Felipe González: en la evolución del expresidente está la respuesta al juego. Soy de la opinión, poco científica, de que no hubo engaño, que la gente de este país intuía la impostura, pero que, agradeciéndole a la hoz y al martillo los servicios prestados, optó por otra cosa que sabían les alejaría de una profundización democrática, pero también de una nueva guerra civil. En la correlación de debilidades se optó no por la mejor opción, sino por la que parecía más segura.

Y de ahí a Gerardo Iglesias, digno constructor de túneles para pasar el final del siglo XX. Julio Anguita, respetado pero incomprendido, quien anticipó los peligros de la España de los dos mil. Paco Frutos, hombre recto que no sucumbió a modas ideológicas pasajeras. José Luis Centella, quien tuvo que lidiar con la Gran Recesión y el adanismo. Para llegar a Enrique Santiago, el abogado internacional del que un día se dirá que fue el arquitecto en la sombra de muchos pactos y proyectos. El PCE siempre fue más que sus secretarios generales pero, en cada uno de ellos, se encierran, incluyendo a sus opositores internos, las épocas por las que ha atravesado la izquierda española de las últimas cuatro décadas. Parece que el partido, desde la década de los ochenta, siempre ha estado a punto de desaparecer, de romperse definitivamente, pero ahí sigue, como el rostro y la voz de la Pasionaria. No es que las disensiones internas sean su mayor debilidad, es que el terreno de juego se les ha puesto demasiado en contra demasiadas veces.

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Con el PCE se puede sentir afinidad o rechazo, pero desde la derecha hasta la izquierda, nadie podrá negarles que han sido una pieza clave en la construcción activa de la democracia, dentro y fuera de las instituciones. En el “No a la guerra” de Irak, por ejemplo, fueron el eje clave vertebrador de la protesta, pero nunca sacaron sus banderas ni su protagonismo. Zapatero arrasó y, aún reconociéndoselo en su investidura, la sociedad española olvidó pronto, quizá nunca supo, quien había sido de nuevo barrera contra unos delirios aznaristas que, sin freno, hubieran dejado este país rendido a la égida neocon. Quien hoy, desde la derecha pretendidamente liberal les pide el carnet de demócratas es un esquirol de la propia Constitución. Quien desde la izquierda, y no hablo tan sólo del PSOE y Podemos, ha intentado segarles la hierba bajo los pies –desde la caída el muro no han faltado los jardineros– no ha demostrado a la larga ni la mitad de proyecto ni pervivencia que ellos.

Por todas estas razones el PCE es un partido de época, es decir, uno que no puede desvincular su proyecto de las condiciones existentes, para bien o para mal. No se trata de que sitúen los principios sobre las posibilidades, como escucharán mucho estos días desde tribunas progresistas, es que pretenden cambiar las posibilidades para poder llevar adelante sus principios, algo extremadamente difícil en un mundo donde las afinidades han sido sustituidas por las diferencias, lo estable por lo vaporoso y la posición por la impostura. Atención, las épocas cambian y estos decenios neoliberales están llegando a su fin. Lo que viene se dirime en nuestro presente, en nuestro futuro inmediato, dando como resultado un modelo más social o notablemente más reaccionario. Ahí es donde el PCE, si sabe conjugar su hilo rojo con audacia contemporánea, puede hacer notar su carácter de época.

Porque estamos en un momento donde la profundización democrática mediante un modelo económico racionalizado, esto es, que no dependa de una radicalidad de mercado cada vez más caótica e incontrolable, se puede plantear como una alternativa para una estabilidad igualitaria. Ya lo comentaba por aquí la semana pasada: el tiempo de lo nuevo contra lo viejo ha pasado. Jugamos en un campo de certezas contra incertidumbres, de igualdad contra diferencia, de esperanza contra miedo. Y ahí lo que importa no es tener sólo una buena pirueta narrativa, sino un proyecto con la gravedad que da un siglo. Quizás al partido sólo le falta creérselo para jugar los proyectos inmediatos que están por venir con la cabeza alta. No será fácil llegar hasta allí, pero volverá a merecer la pena.

No fue fácil llegar hasta aquí, pero mereció la pena. Quizá podría ser una frase con la que el Partido Comunista de España pueda resumir sus 100 años, una efeméride cargada de mucho más significado del que algunos desearían. En primer lugar por la conmemoración de su historia, una que debería ser orgullo nacional pero que, desde hace unos años, se ha convertido en medidor de nuestra involución democrática. En segundo lugar por su protagonismo en el presente: desde la Guerra Civil el PCE no ostentaba tanto poder institucional, lo cual puede señalar sus errores, pero sin duda marca nuestra anormalidad en la posguerra europea. En tercero por su proyección hacia el futuro: algunos desearían ver al partido convertido en en poco más que un museo moral y no en una herramienta viva al servicio del país.

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