No son los intereses del campo, son los de Vox

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Quizá recuerden que a finales de noviembre, en estas mismas páginas, les advertí de que las derechas buscaban calentar la calle para elevar el clima de ilegitimidad contra el Gobierno, el único plan trazado desde el principio de la legislatura. El deseo era paralizar el país antes de las Navidades con camiones, tractores y protestas policiales, sin embargo aquella estrategia no funcionó. Primero porque el Gobierno estuvo rápido de reflejos mediando con la patronal del transporte, segundo porque lo de calentar a la policía parece que tiene unos límites y tercero porque apareció en escena un invitado inesperado: la huelga del metal de Cádiz. Los metalúrgicos luchaban por su convenio, pero tuvieron el efecto de romper el esquema previsto, de dejar en fuera de juego a una derecha que no podía apoyar a un sector que le es hostil para a continuación justificar un corte de carreteras. La historia pesa, aun viviendo en una sociedad con alergia a reconocerse en las tradiciones: no es la primera vez que los obreros industriales hacen un favor a la democracia que tantas veces les ha dado la espalda.

El asalto al Ayuntamiento de Lorca por parte de una manifestación de ganaderos no ha sido un acontecimiento casual, sino parte del intento de reactivación de este plan, ya sólo con los sectores propietarios del campo como ariete y con la campaña de las elecciones en Castilla y León sobrevolando el panorama, donde también se han producido protestas, salvo que sin la escenografía de la violencia de Murcia. Leer las justificaciones de los políticos de Vox, el silencio de buena parte del PP, nos descubre el interés de todo este asunto. Rodrigo Alonso, portavoz adjunto de Vox en Andalucía y dirigente del sindicato vertical de los ultras, declaró en sus redes sociales respecto al asalto: “Esta es la imagen de la desesperación del pueblo que se ve sometido por las políticas globalistas, comunistas y de izquierdas. Se ven en la ruina y reaccionan”. No hay mayor dedo acusatorio que las palabras de quien agita el árbol para recoger los frutos. Desenredemos la madeja.

Primero, ¿qué desesperación? El campo español tiene una serie de problemas que no son, precisamente, producto de esta legislatura. Lo cierto es que en 2020 el sector aumentó sus exportaciones un 4,1%, llegando a la cifra récord de 53.848 millones de euros. Es decir, la pandemia ha reforzado el sector primario de nuestro país, con un crecimiento en el caso del porcino de más de un 30% por sus exportaciones a China. Es decir, cifras que no parecen retratar a un sector productivo precisamente “desesperado”. Repetimos, el campo tendrá una serie de problemas, pero no parece que en estos momentos las patronales agrarias sean los sans culotte a las puertas de Versalles reclamando pan.

Segundo, ¿qué políticas globalistas, comunistas y de izquierdas? El ayuntamiento de Lorca, gobernado por el PSOE, trataba de aprobar una ordenación urbanística para que las macrogranjas se situaran a una distancia prudencial de viviendas, colegios u hospitales, tan sólo eso. No iba a expropiar y socializar las 50 explotaciones intensivas de gran tamaño que ya existen en el municipio mediante la guardia roja; tampoco, ni siquiera, vetar la puesta en marcha de nuevos negocios, tan sólo intentar ordenar su urbanismo. ¿Es el PERTE agroalimentario impulsado por la UE, de mil millones de euros, una política globalista? ¿El señor del sindicato vertical pide a sus escasos afiliados patronales que renuncien al mismo? A finales de diciembre de 2021, el Congreso aprobó la prohibición de la venta a pérdidas, una histórica reivindicación del sector, con la abstención de PP y Vox, para no coincidir, imaginamos, con una ley impulsada por el comunismo.

Ni ruina, ni desesperación y políticas que no se corresponden con ningún “sometimiento al pueblo”, sino precisamente con una leve socialdemocracia que pretende ordenar algo la economía para que el pez grande no se coma al chico. Es decir, que viendo la realidad frente al relato ultra, lo único que podemos deducir es que el asalto lo que buscaba era dar justificación al discurso de Vox, no al revés. La ultraderecha sabe cuál es su punto débil: que más allá de sus guerras culturales, en políticas concretas, son un partido ultraliberal, servil con los intereses de los grandes propietarios. ¿Cómo conjugar la defensa de los intereses de la gente del dinero con el de algunos de tus votantes que son perjudicados justo por esos intereses? Pues con muchas banderas, mucha amenaza de un enemigo exterior y escenificando que hay un “pueblo” que ha dicho “basta ya” a la “tiranía sociolcomunista” que les lleva a la “ruina”. Una oración que requiere de ocho comillas para poder encajarla en su absoluta falsedad.

Las derechas necesitan fingir que representan algún tipo de ira popular, pese a que las razones tengan que ser sustituidas por la manipulación —ver episodio Garzón— y los protagonistas sean un tipo muy peculiar de “pueblo”. En agosto de 2021, conocimos que los señores del chalequito marrón que asaltan ayuntamientos se enfrentaron a más de 3.000 sanciones por fraude laboral una vez que la inspección de Trabajo puso la lupa sobre ellos, nada más y nada menos que un 42% del total de las investigaciones emprendidas. ¿Qué sector productivo en este país acumula tal cantidad de infracciones? ¿Qué patronal se puede permitir amenazar a una ministra, asaltar ayuntamientos y pretender que está por encima de la ley y las instituciones con las que nos dotamos? Uno que se sabe esencial al estar situado en la base de la pirámide, uno que conoce que el poder del que dispone en su entorno directo es omnímodo: ponen y quitan alcaldes, pero lo peor, dan y quitan trabajos en zonas donde no hay una gran variedad laboral.

La ultraderecha sabe cuál es su punto débil: que más allá de sus guerras culturales, en políticas concretas, son un partido ultraliberal, servil con los intereses de los grandes propietarios

Repetimos, es cierto que el campo español tiene una serie de problemas a solucionar, tanto como que hablar de un sector productivo sin tener en cuenta los intereses de clase es parcial e interesado. Y aquí, en el asalto de Lorca, en los episodios que nos quedan por delante, a lo que asistimos es a la comunión de las derechas con los grandes propietarios, que se han erigido como única voz del rural. Mientras que con la mano izquierda están ávidos del dinero de los fondos Next Generation, le dan libertad a su derecha para que muestre su gen más reaccionario. Sí, el episodio murciano ha recordado al asalto trumpista al Capitolio, pero en nuestra historia tenemos trágicos y numerosos ejemplos de cómo esta pequeña burguesía rural se constituyó en ariete contra cualquier progreso y equidad social del siglo XIX en adelante: desamortiza, Estado, pero ni se te ocurra una reforma agraria o brilla el acero y vuela el plomo.

Y en medio, no es menos cierto, el fondo gris de trabajadores rurales y pequeños propietarios que, o bien carecen de voz y organización propia, salvo quizá en algunas zonas de Andalucía, o bien se dejan arrastrar en una mezcla de incertidumbre y miedo: la acusación de rojo traidor se lleva siempre mejor en una ciudad de cuatro millones de habitantes que en una localidad de cuatro mil personas. Es aquí donde el Gobierno debería centrar sus esfuerzos, no en apaciguar a quien no quiere ser apaciguado, sino en políticas reales que permitieran un reequilibrio en la propiedad, los modos de producción y los derechos laborales. Que nadie se confunda: Vox no engaña a nadie que no quiera ser engañado, tan sólo les da la coartada política y moral para que impongan sus intereses de clase, si es necesario, a hostias, recibiendo en el intercambio la escenografía de “pueblo iracundo” que tanta falta les hace cuando, por mucho nylon marrón que vistan, el único campo que pisan y quieren es el de las monterías donde tirar cinco duros al guardés desde la ventanilla del todoterreno.

En esta ecuación se cruzan factores de clase, de una bien presente y otra ausente, también territoriales, con unas poblaciones rurales que pueden sentir no pintar demasiado en la economía global, junto a unos elementos ideológicos profundos de una derecha que no se identifica precisamente con posiciones liberales. Pero también una falta de memoria atroz: sólo hace falta echar la vista a la pasada década para comprobar la dureza de la represión contra unas protestas laborales, en este caso con razones bien reales, como fueron la desaparición de sectores enteros como la minería, los tajos profundos a nuestra industria y la precarización digital a un sector servicios machacado en salarios y condiciones laborales. En 2014 había acusados 260 sindicalistas con penas que sumaban más de 120 años de cárcel. Sindicalistas de verdad, digo, no a sueldo de la ultraderecha y la patronal.

La pretensión de equiparar la escenografía sucedida en Lorca con las protestas de la pasada década, además de terriblemente mezquina, es falsa. Hace diez años existió un ataque legislativo y empresarial contra los intereses de los trabajadores, los porrazos y las detenciones se los llevaron los despedidos en gigantescos expedientes de regulación de empleo. Si tienen todavía dudas sobre las diferencias, acudan a los periódicos de grapa y orden: a estas alturas, si el asalto al consistorio hubiera sido por una protesta laboral, tendríamos las caras de los implicados en las portadas. También si hubieran hablado euskera o catalán. Puede que algunos se crean, aún, con el monopolio de la violencia. Algunos opondremos entonces la virtud de la memoria.

 

 

Quizá recuerden que a finales de noviembre, en estas mismas páginas, les advertí de que las derechas buscaban calentar la calle para elevar el clima de ilegitimidad contra el Gobierno, el único plan trazado desde el principio de la legislatura. El deseo era paralizar el país antes de las Navidades con camiones, tractores y protestas policiales, sin embargo aquella estrategia no funcionó. Primero porque el Gobierno estuvo rápido de reflejos mediando con la patronal del transporte, segundo porque lo de calentar a la policía parece que tiene unos límites y tercero porque apareció en escena un invitado inesperado: la huelga del metal de Cádiz. Los metalúrgicos luchaban por su convenio, pero tuvieron el efecto de romper el esquema previsto, de dejar en fuera de juego a una derecha que no podía apoyar a un sector que le es hostil para a continuación justificar un corte de carreteras. La historia pesa, aun viviendo en una sociedad con alergia a reconocerse en las tradiciones: no es la primera vez que los obreros industriales hacen un favor a la democracia que tantas veces les ha dado la espalda.

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