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El malestar en el sufragio: diez observaciones antes de saltar el muro

Andrés Neuman

1. En perturbadora sincronía, este miércoles Nueva York ha amanecido repentinamente lluviosa. Sin embargo hasta ayer, martes 8 de noviembre, el tiempo aquí venía siendo soleado y expectante. He pasado las últimas semanas recorriendo el país con una misma inquietante sensación. La de que, dentro de la burbuja cultural (universidades, ferias del libro, gente interesada en la lectura), todo el mundo rechazaba a Trump y estaba convencido de que perdería. Mientras que, fuera de ese entorno ilustrado, los indicios eran bien distintos. Incluso en ciudadanos teóricamente incompatibles con el nuevo y peligroso presidente de los Estados Unidos. Un par de noches atrás, en un bar hispanohablante de la Séptima Avenida, me quedé conversando con un camarero boliviano. Mi interlocutor paceño llevaba bastantes años trabajando en la ciudad, que es un territorio de aplastante mayoría demócrata. Cuando le saqué el tema de las elecciones, dando por sentada su antipatía hacia un blanco multimillonario que habla de la inmigración como si fuera la peste, el camarero me explicó tranquilamente que votaría por Trump. Me habló de seguridad, economía y libre comercio. Me quedé tan perplejo como en guardia. Aquella insólita penetración del discurso xenófobo no podía ser simple coincidencia.

2. Al día siguiente, en un café del Midtown, asistí interesado a la pregunta que un camarero mexicano recitaba, una y otra vez, frente a cada cliente que se acercaba: "So who’s gonna be the new president of the United States?". No me pareció escuchar tantas respuestas entusiastas a favor de Clinton, ni siquiera entre las mujeres. Lo que predominaba era más bien el sarcasmo o la indiferencia. El ejemplo más gráfico fue la respuesta que un cliente negro y de edad avanzada (es decir, alguien que en su infancia sufrió la América segregacionista que en cierta forma reencarna Trump) le dio a mi incansable encuestador: "I don’t mind who’s gonna be the president, man. I just don’t fucking mind! ". No pude evitar preguntarme si aquel hombre hubiera respondido igual ante una nueva candidatura de Obama. Esa misma noche, tomé un taxi hacia el Downtown. Y su conductor ucraniano fue contundente al resumirme sus motivos para preferir al aliado de Putin: "Trump is a real guy".

3. Frente al decidido, casi furioso apoyo que muchos simpatizantes mostraban hacia el flamante presidente, los partidarios de Clinton parecían oscilar entre la tibieza y la incredulidad. Lo cual se debía, al menos en parte, a la desilusión que les causó la derrota del valiente Sanders, candidato que hubiera movilizado mucho mejor al electorado progresista. Incluso mientras el recuento de votos avanzaba, cuando los números comenzaron a arrojar resultados alarmantes, los partidarios de Hillary a mi alrededor siguieron reaccionando como si aquello no estuviera sucediendo realmente. Son sólo los primeros datos, me decían. Todavía faltan las ciudades más pobladas. Hay que esperar a los estados clave. Y así hasta la impotencia de la madrugada. Acaso la misma impotencia que les impidió reaccionar de forma resuelta y coordinada contra el fenómeno Trump.

4. El triunfo de Trump es, naturalmente, una pésima noticia en sí misma. Aun así, con independencia del resultado, quizá lo más alarmante de todo sea lo que su figura representa como síntoma colectivo. Aunque al final hubiera perdido las elecciones, los sesenta millones de personas que lo votaron seguirían ahí, con parecidos principios. Y eso, por desgracia, no se va a arreglar ganándole las próximas elecciones. La impactante adhesión lograda a lo largo de este año supone la emergencia de la América terrible del gótico sureño. Ese país de raíz fanática, discriminatoria y patriarcal que imaginábamos perdido en las narraciones de Flannery O’Connor, en las crueles ficciones de Faulkner, Steinbeck, William Goyen o Erskine Caldwell. Aquel mundo no ha desaparecido en absoluto. Más bien parece haber mutado y encontrado al fin su descendencia en las urnas. En cierto modo, tras este resultado, Estados Unidos se verá forzado a hacerse cargo de su autorretrato. A enfrentarse a sus propios demonios, apenas reprimidos hasta ahora por el cordón sanitario de la corrección política.

5. El resultado también puede leerse como la enésima (y definitiva) prueba de la crisis de la lógica del sufragio. Esa que pretende reducir la participación política a una decepcionante cita periódica con las urnas, cada vez menos democráticas y cada vez más funerarias. La contracción del voto progresista obedece menos a una derechización general del electorado que a la creciente certeza de que las opciones convencionales nos han arrinconado, sistemática y deliberadamente, a una triste elección entre the bad and the worse. El perpetuo chantaje del voto útil parece habernos llevado a tal extremo de agotamiento que, antes de volver a las urnas, parece urgente preguntarse muy en serio qué está sucediendo a nivel global con el sistema de representación política. Sin ese ejercicio de autocuestionamiento, focos clásicos de poder como el establishment del Partido Demócrata en los Estados Unidos, o el sector dominante del PSOE en España, tendrán poco que hacer en el futuro. En otras palabras, el problema ya no es la discusión sobre los candidatos de los partidos tradicionales. Sino la degradación interna de la democracia misma. El objetivo final no sería cuestionarla, sino resucitarla desde su base.

6. La desmovilización del voto teóricamente afín a Clinton (y, por extensión, del voto de centroizquierda en todo Occidente) se veía venir a la legua. No parece un problema coyuntural de campaña, sino la consecuencia lógica de una fórmula ahogada en sus propios límites y contradicciones. Cuando el margen de decisión de la mayoría se restringe hasta el absurdo, hasta llegar a su precarización forzosa y al oligopolio salvaje, no parece extraño que buena parte del electorado termine descreyendo de su derecho al voto. Durante la noche electoral, seguí íntegramente la exhaustiva cobertura que el más importante canal de noticias estadounidense realizó del recuento. Y, para mi sorpresa, pude comprobar que el dato de participación estuvo ausente de todos los análisis durante varias horas. La bajísima cuota de sufragio, de apenas un 55%, ni tan siquiera figuraba en los sofisticados gráficos que el programa actualizaba sin cesar. Lo único que importaba eran las predicciones técnicas, el cálculo combinado, la ecuación del recuento. Para los expertos televisivos, los cien millones de ciudadanos que habían decidido no votar (al igual que gran parte de los trabajadores para la clase dirigente) no parecían existir. Simplemente estaban fuera de su marco conceptual.

7. Pese a la insoportable sobreexposición mediática de ambos candidatos, la participación en estas elecciones presidenciales ha sido la más baja del país en doce años. La paradoja es elocuente. Aunque con cifras todavía más altas, el mismo fenómeno empieza a apreciarse en los países europeos. Este 8 de noviembre votaron algo más de cien millones de personas. Y otros cien millones (muchos de ellos en regiones proclives al voto demócrata) se quedaron en casa. Lo interesante es que, en estados clave como Michigan o Wisconsin, la balanza se inclinó hacia Trump por unos pocos cientos de miles de votos. Si una pequeña porción de esos numerosos abstencionistas hubiera votado en dichos estados, Trump habría perdido las elecciones. Sería muy fácil echarles la culpa a todos esos (no) votantes. Pero más fructífero sería plantearse por qué hay tanta gente que no cree en el poder de su voto. Ni, en última instancia, en el sentido actual de las instituciones. Acaso el nuevo presidente del imperio sea la consecuencia final de una cadena lógica: si el negocio es más sagrado que la propia democracia, no es extraño que un hombre de negocios termine siendo políticamente más relevante que cualquier político.

8. El panorama hasta aquí trazado nos conduce a un fenómeno que bien podríamos denominar el malestar en el sufragio. Venimos observándolo con creciente frecuencia: el Brexit en el Reino Unido, la negativa al proceso de paz en Colombia, la reelección de un gobierno corrupto en España, la victoria de Trump. En los últimos tiempos, en lugar de elegir la circunstancia en apariencia menos dañina para sus propios intereses, el electorado tiende a inclinarse por una especie de autosabotaje. De suicidio institucional. Como si, harto del espejismo representativo de sus instituciones, no pudiese resistir la tentación de atacarlas.

9. Por supuesto, este comportamiento electoral no se explica sin otros factores, no menos decisivos, que se suman a las negligencias de los propios gobiernos. La agonía final del sistema bipartidista, encarnada en todos esos ciudadanos progresistas que le negaron sus votos a Hillary, aun a sabiendas del peligro que ello implicaba. La desideologización general del electorado, consumada a través de las campañas en formato showbusiness: la macropolítica como entretenimiento público. El reemplazo de las convicciones políticas por las filias y fobias del espectador, los leaks interesados y los cisnes negros. El perverso circuito de retroalimentación de los grandes medios, que se lanzan a informar sobre aquello que provocan, que denuncian a las mismas figuras que alimentan. La enfermedad de las encuestas, su proliferación y manipulación como recurso para movilizar el voto conservador. (En este sentido, acaso haya llegado la hora de identificar a las encuestas como lo que son: verdaderas enemigas de la democracia.) Y, muy en particular, el sigiloso papel golpista de los servicios de inteligencia. Que en Estados Unidos (igual que en Argentina o en España) se han dedicado recientemente, con el mayor de los descaros, a influir en la opinión pública para condicionar los resultados en las urnas.

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10. La tenaz reiteración de ciertas falacias fascistas supone, por desgracia, una eficaz forma de pedagogía. Hace un par de semanas, en Nueva Jersey, la universidad pública de Rutgers, de tradición mestiza y progresista, amaneció con pintadas xenófobas tales como "Viva la deportation" o "Deport force coming". Al final de esta histórica campaña, en pleno discurso sobre ese muro imaginario que simboliza el atropello de la dignidad humana y el oprobio de su propia patria, los seguidores de Trump rompieron a gritar con salvaje entusiasmo: "Build that wall! Build that wall!". Pienso en eso mientras miro la grieta que recorre la ventana de mi habitación en Nueva York, que ha amanecido repentinamente lluviosa. Esa grieta por la que escapar de este día, saltar el muro e intervenir al fin en el presente.

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Andrés Neuman es escritor, poeta y traductor. Su último libro es una edición revisada de 'La vida en las ventanas' (Alfaguara, 2016).

1. En perturbadora sincronía, este miércoles Nueva York ha amanecido repentinamente lluviosa. Sin embargo hasta ayer, martes 8 de noviembre, el tiempo aquí venía siendo soleado y expectante. He pasado las últimas semanas recorriendo el país con una misma inquietante sensación. La de que, dentro de la burbuja cultural (universidades, ferias del libro, gente interesada en la lectura), todo el mundo rechazaba a Trump y estaba convencido de que perdería. Mientras que, fuera de ese entorno ilustrado, los indicios eran bien distintos. Incluso en ciudadanos teóricamente incompatibles con el nuevo y peligroso presidente de los Estados Unidos. Un par de noches atrás, en un bar hispanohablante de la Séptima Avenida, me quedé conversando con un camarero boliviano. Mi interlocutor paceño llevaba bastantes años trabajando en la ciudad, que es un territorio de aplastante mayoría demócrata. Cuando le saqué el tema de las elecciones, dando por sentada su antipatía hacia un blanco multimillonario que habla de la inmigración como si fuera la peste, el camarero me explicó tranquilamente que votaría por Trump. Me habló de seguridad, economía y libre comercio. Me quedé tan perplejo como en guardia. Aquella insólita penetración del discurso xenófobo no podía ser simple coincidencia.

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