Las élites en su laberinto

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El aparato del PSOE acaba de vivir su 15M: una insurrección democrática de las bases ha desbaratado los planes de su élite, formada por viejas glorias, barones territoriales, medios de comunicación, además del poder financiero que está detrás de todo lo anterior. Lo ocurrido es el enésimo ejemplo de la existencia de una realidad paralela que las élites, seas cuales sean, no quieren, no pueden o no saben leer.

Resulta incomprensible tanta sorpresa cuando las corrientes de fondo de la sociedad, y las de superficie, traen información abundante y precisa del hastío ciudadano. Harturas ha habido muchas en los últimos años, algunas acabaron en revoluciones; otras, en aplastamientos (Irán), represiones (Turquía) y golpes de Estado (Egipto), por citar las más recientes.

La novedad, en lo que llamamos Occidente, es que el enfado más amenazador para las élites surge de la clase media. La crisis económica, que arranca oficialmente con el desplome de Lehman Brothers, ha arrasado sus esperanzas de un futuro mejor. La expresión de su rabia —el 15M y el Occupy Wall Street y sus secuelas— ha sido pacífica y democrática, pero aún así, las élites no ceden y contraatacan al sentirse amenazadas (¿en su negocio?).

Es cierto que los pobres se empobrecieron aún más y que el umbral estadístico que determina quién es pobre incluye cada vez más población, sobre todo infantil. Son los invisibles, como lo son los jóvenes sin trabajo y las personas en precario. Las medidas de choque algunos  gobiernos conservadores (Donald Trump en EEUU y Theresa May en Reino Unido) cercenan los programas de ayuda a los más necesitados. Aunque vivimos sobre un mar de aparente resignación y miedo, el magma de la indignación está a la vista.

La marejada política en la que estamos, con la redefinición de las fronteras ideológicas, se debe en gran parte a la rebelión de las clases medias. Los recién llegados a este estrato social, tras años esfuerzo y esperanzas, y los que ansían mantenerse dentro, se sienten estafados por sus dirigentes tradicionales. Los líderes políticos dejaron de resolver problemas para convertirse en parte del problema.

Ha quedado evidente en estos tiempos de escasez y descaro que el sistema no es igual para todos, mientras que a los deudores de un préstamo les quitan la casa y siguen con la deuda, los bancos irresponsables tienen la cobertura del Estado que les inyecta miles de millones que proceden de los recortes, y que jamás van a devolver.

Escribí el pasado jueves sobre la izquierda desnortada, de cómo la socialdemocracia europea se hunde electoralmente en varios países acosada por los mismos problemas. El principal es la ausencia de un discurso socialdemócrata tras haber abrazado los principios liberales que benefician a los mercados (y a la crisis porque incluyen la escasa vigilancia sobre sus actividades). De esos mercados emana la religión de la austeridad y el ajuste, el no hay alternativa.

Se tomaron medidas muy duras, sobre todo en el sur de Europa (Grecia, España y Portugal) que supusieron sacrificios tremendos (palabra robada a Trump) que no resolvieron los problemas, más bien los agravaron. Los recortes sociales y salariales, la desvalorización de las pensiones, el saqueo de lo público en beneficio de lo privado han servido para empobrecer a las clases media, laminar a los trabajadores y enriquecer cada vez más a los más ricos.

Entiéndase por élites aquellos que dirigen el chiringuito, los que deciden. En los países más avanzados, el acceso a las élites fue posible a través del talento, la audacia, la suerte, la escasa ética y el éxito en el negocio. Las élites eran cambiantes, con algunos apellidos ilustres inamovibles como los Rothschild y otras familias de postín (los Rockefeller y demás reyes de la revolución industrial). Con la llegada de Internet florecieron los Bill Gates, Steve Jobs, Mark Zuckerberg, Larry Page o Jeff Bezos, entre otros. También es cierto que hay mucha literatura en la llamada cultura del esfuerzo.

En España, no hay cambios. Aquí las élites son un coto cerrado que se alimenta de hijos, nietos, sobrinos y yernos cuyas fortunas, empresas y bancos proceden en un alto porcentaje del franquismo, de una época en que la proximidad al dictador generaba concesiones, monopolios: dinero a espuertas sin tener que dar cuenta a sindicatos. Este tipo de élite por herencia no está acostumbrada a competir en campo abierto, con unas reglas claras e igualdad de oportunidades. Nació del amaño y en el amaño sigue. No es una élite que invente, cree, genere riqueza nacional, es una élite rentista y poco más.

Es lo que destapa la Gürtel, Púnica y Lezo, y demás escándalos de corrupción: el chiringuito español se mueve en un compadreo permanente entre empresarios, banqueros, poder político y poder mediático. Aunque todos pisan en apariencia las mismas moquetas no todos son élite. Unos comen en tres estrellas Michelin todos los días y otros se contentan con los canapés; unos mandan, otros obedecen. Hay una élite de la élite.

Decía el fiscal Carlos Castresana en su intervención en la fiesta de InfoLibre, para celebrar su cuarto aniversario, que la justicia no funciona porque no somos iguales ante la ley y que no se sabe quién financia a los partidos y cuál es la contrapartida, no sabemos si el diputado obedece a los intereses de los ciudadanos o a los empresariales.

La crisis y la corrupción, y el hecho de que el ascensor social ha dejado de funcionar (solo existen escaleras para bajar rodando), son factores que han quebrado el pacto social entre pueblo y élites. En España no existe una sociedad civil potente como en Francia, pero está en formación acelerada. Esta ruptura afecta a los partidos tradicionales, sean conservadores o socialdemócratas, incapaces de ofrecer soluciones alternativas al ajuste. Menos en Portugal, claro.

A los conservadores les han surgido partidos y movimientos de extrema derecha, o crecieron los que existían y se movían en la marginalidad como el Frente Nacional de Marine Le Pen o el Partido para la Independencia del Reino Unido (UKIP) de Nigel Farage, clave en el Brexit. El campo conservador trata de resolver el envite con un endurecimiento de sus políticas y de su lenguaje.

España, un extravío ético

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Lo vimos en las elecciones holandesas de este año, en las que la derecha democrática derrotó a la derecha xenófoba de Geert Wilders a cambio de comprarle su discurso sobre la identidad. La primera ministra británica, Theresa May, ha pasado de militar en el bando de la UE a ser una fanática del Brexit. Sus últimos bandazos sobre recortes sociales empiezan a espantar a su propia audiencia. En una semana ha perdido la mitad de la ventaja que llevaba a los laboristas, de 20 a 10%.

El nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron, que es parte destacada del sistema, trata de beneficiarse de la indefinición actual de lo que es derecha e izquierda apelando a una cierta transversalidad centrista. Es tal vez la última baza de las élites de evitar un estallido social. La clave es ser útiles y repartir los beneficios, no solo las cargas. Es la receta que alumbró el Estado del bienestar tras la Segunda Guerra Mundial. Las élites se han vuelto insensibles, y más en España. Ahora defender el Estado del bienestar es poco menos que revolucionario.

Nuestras élites viven instaladas en una gula insaciable, en la trampa y en la soberbia, como demuestran algunas reacciones periodísticas a los resultados de las primarias. Son élites acomodadas en una realidad virtual en la que solo hablan entre ellos, escuchan a asesores que jamás discrepan a tanto el ‘sí, señor’, leen periódicos de su propiedad y escuchan radios y televisiones que dedican horas y horas a hablar de esa realidad virtual, sea en España o en Cataluña. Apenas hay sitio para la realidad real de la gente que siente estafada y que vota. Tras lo ocurrido con Pedro Sánchez corre la idea de cuestionar las primarias. ¿No consistía este sistema en acatar la voluntad de la mayoría? ¿O solo sirve la democracia cuando el voto coincide con la opinión de las élites y abunda la resignación?

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