Federico Mayor Zaragoza, ciudadano del mundo

Ayer falleció en Madrid Federico Mayor Zaragoza, que deja en la sociedad española un vacío difícil de llenar. Con él compartí numerosos encuentros en diferentes foros bajo el signo de los derechos humanos, la cultura de paz y la educación para la libertad. Era catalán, español, europeísta, pero sobre todo “ciudadano del mundo”. Esa identificación constituye el mejor reconocimiento que podemos hacerle hoy. Desde que asumió la Dirección General de la UNESCO en 1987 hasta su muerte a los 90 años su ciudadanía era el mundo sin fronteras. Varias veces me comentó que durante los 12 años al frente de la UNESCO visitó todos los países del planeta menos uno, Liberia.

Conozco la mayoría de los países de América Latina y en todos ellos encontré la firma, la foto y la huella de mi entrañable amigo Federico en museos, bibliotecas, descubrimientos arqueológicos, centros culturales y lugares que él mismo declaró Patrimonio de la Humanidad. Me produjo especial impresión verlo en varias fotografías junto a Oswaldo Guayasamín, uno de los pintores latinoamericanos más reconocidos, en la Capilla del Hombre, espectacular museo de arte que constituye la obra más importante y emblemática del artista. El museo es un ejercicio de memoria histórica de las víctimas de la conquista y de la colonización de América Latina, a quienes está dedicado. En él se puede ver la “Llama eterna por los Derechos Humanos y la Paz”. La UNESCO, bajo la dirección de Mayor Zaragoza, apoyó dicho proyecto que fue inaugurado en 2002 y declarado “Proyecto prioritario para la Cultura”.

Mi reconocimiento de Mayor Zaragoza como ciudadano del mundo coincide con la definición que diera de sí mismo el filósofo griego Diógenes el Cínico. En una ocasión le preguntaron de dónde venía y su respuesta fue: soy kosmopolités, “ciudadano del mundo”. En aquel momento, ficticio o no, comenta la filósofa Martha Nussbaum, tuvo lugar el acto fundacional de la ciudadanía cosmopolita en la herencia occidental. Un varón griego, comenta, “insiste en definirse atendiendo a una característica que comparte con todos los demás seres humanos, hombres y mujeres, griegos y no griegos, esclavos y libres”. Diógenes el Cínico “se burlaba de la nobleza del nacimiento y de la fama, y de todos los otros timbres honoríficos, diciendo que eran adornos externos del vicio. Decía que solo había un gobierno justo: el del universo [kosmos]”.

Diógenes el Cínico reconocía la irrenunciable dignidad de todo ser humano por encima de jerarquías y promesas imperiales. Lo confirma la siguiente escena. Alejandro Magno pasó un día junto a él mientras estaba tomando el sol en el mercado. El emperador le dijo que podía pedirle lo que deseara y que inmediatamente se lo concedería. La respuesta del filósofo no se hizo esperar: “Sepárate, no me hagas sombra”. La dignidad no conoce jerarquías. El disfrute de la luz del sol está por encima de los títulos nobiliarios y de los reconocimiento reales o imperiales.   

Esa fue la verdadera personalidad del Mayor Zaragoza, que encarnó ejemplarmente: la defensa de la ciudadanía cosmopolita, global, que inauguró el filósofo cínico hace 25 siglos y que con frecuencia es negada en las Constituciones y en legislaciones incluso de no pocos países democráticos que reducen la ciudadanía a la nacionalidad de forma que se considera solo sujetos derechos a las personas nacionales. Él trascendió esta concepción tan discriminatoria y excluyente de la ciudadanía.

Conforme a la lógica cosmopolita de la ciudadanía e inspirándose en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que Mayor Zaragoza sabía de memoria, citaba constantemente y tenía interiorizada, reconoció y defendió la igual dignidad y los derechos de todos los seres humanos, independientemente de su procedencia geográfica, color de la piel, etnia, cultura,  religión, clase social, género, identidad sexual: derechos de reunión, expresión, asociación, residencia, derecho a la vivienda, al trabajo, a la cultura, a la educación, a los servicios sociales, sanitarios, derechos políticos, sociales, económicos, etc. 

La ciudadanía que defendió y practicó era abierta, hospitalaria, inclusiva, con capacidad para reconocer sin restricciones dichos derechos a las personas migrantes, refugiadas y desplazadas. ¿Por qué hay que negar los derechos fundamentales a las personas migrantes que viven, trabajan, pagan impuestos y contribuyen a mejorar las condiciones de vida de las personas nativas?, se interrogaba con una pregunta no retórica.

Reconoció y defendió la igual dignidad y los derechos de todos los seres humanos, independientemente de su procedencia geográfica, color de la piel, etnia, cultura, religión, clase social, género, identidad sexual

En un ejercicio práctico de ciudadanía global luchó sin descanso hasta el último día de vida contra el racismo, la xenofobia, la islamofobia, el antisemitismo, el patriarcado, el colonialismo, el supremacismo blanco en todos los terrenos: el deporte, la publicidad, los lugares de trabajo, la escuela, la universidad, la familia, la política, la cultura, los medios de comunicación, y e hizo frente a las actitudes excluyentes y a los discursos de odio hacia las personas, las culturas y las etnias diferentes.

Quiero terminar esta despedida de mi entrañable amigo Federico con el poema de Leopoldo Senghor, político y poeta senegalés, a quien conoció y trató siendo director general de la UNESCO. A él se lo escuché y a él se lo dedico con todo mi cariño y reconocimiento:

“Querido hermano blanco/ Cuando yo nací, era negro,/ cuando crecí era negro,/ cuando me da el sol, soy negro,/ cuando estoy enfermo, soy negro,/ cuando muera, seré negro./ Mientras tanto, cuando tú naciste, eras rosado,/ cuando creciste eras blanco,/ cuando te da el sol, eres rojo,/ cuando sientes frío, eres azul,/ cuando sientes miedo, eres verde,/ cuando estás enfermo, eres amarillo,/ cuando mueras, serás gris./ Entonces, ¿cuál de los dos es un hombre de color?”.

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Juan José Tamayo es profesor emérito de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.

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