¿Es posible un nuevo genocidio? Respuesta: sí

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El grito de “¡Nunca más!”, lanzado desde Occidente al conocer la escala industrial del horror de los campos de concentración y de exterminio nazis, no sirvió para prevenir nuevas matanzas. Ni evitó que fuéramos responsables por acción u omisión del genocidio de Ruanda en 1994. ¿Qué aprendimos de lo ocurrido en Auschwitz-Birkenau? ¿Y de los gulag de Stalin y de los campos de la muerte de Camboya? ¿Qué hemos aprendido de la guerra de Biafra? ¿Qué enseñanzas nos dejó la Guerra Fría y la utilización del planeta como un tablero del Risk? ¿Qué hemos aprendido de la desaparición masiva de personas como arma política y de la Escuela de las Américas como formadora de torturadores para América Latina? La respuesta es simple: nada. El campo sigue abonado para una repetición. Lo vemos en Siria y Yemen.

El problema principal no son las ideologías ni las religiones, pese a que a menudo no ayudan. El problema son las personas, sobre todo aquellas que se sienten y saben por encima de la ley. La impunidad es el abracadabra que saca el monstruo que llevamos dentro. Recuerden a Hobbes y su homo homini lupus. Pese a que la educación y la cultura no garantizan una respuesta ética en una situación extrema, son la única herramienta disponible para evitar la repetición.

Sería bueno que periodistas y políticos dejemos de llamar genocidio a todo, como si en la calificación máxima de los delitos estuviera nuestra escapatoria moral, para que nadie nos acuse de tibieza. Según el corpus de la legislación internacional desarrollada después de la Segunda Guerra Mundial existen tres delitos que jamás prescriben y que son perseguibles en todo el mundo: crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y genocidio.

Para que se dé el último de los tres tiene que haber un objetivo de eliminación de un grupo. No lo determina la escala, si es masiva como en el Holocausto o algo más modesta, como en el caso de los rohinyá birmanos. En las últimas décadas se ha ampliado el concepto de eliminación de un grupo a la esfera política, no solo étnica. Intentar suprimir a los partidarios de una ideología puede ser un delito de genocidio. Lean las sentencias del TPIY sobre Bosnia-Herzegovina.

Hay una obviedad que debemos tener en cuenta. La justicia solo se aplica a los que perdieron la guerra, no a los vencedores salvo algún caso individual. Si la II Guerra Mundial hubiese acabado de otra manera, los criminales serían los estadounidenses por lanzar dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, o sabríamos al detalle las violaciones de mujeres cometidas por los Aliados, no solo por el Ejército Rojo, también por soldados occidentales. De los campos de exterminio apenas habría noticias; en todo caso un vago “fue el precio necesario para ganar la guerra”. Le sucede a Croacia con sus crímenes de guerra en la ex Yugoslavia.

Y a España con el franquismo. En la Guerra Civil hubo crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y genocidio. El primero afectó a los dos bandos, y el segundo, también, porque lo ocurrido en Paracuellos entra en esa tipificación, pero el genocidio solo fue franquista.

Alemania llevó a cabo una profunda desnazificación impuesta por los aliados porque perdió la guerra. Lo mismo sucedió en Japón. En España no hubo desfranquización porque Franco y sus generales ganaron la guerra y se quedaron en el poder hasta 1975, o un poco más depende de las interpretaciones. La clave en Alemania fue educar en los errores del pasado. Se habla sin sordina del asesinato de más de 11 millones de personas –seis millones de judíos, 500.000 gitanos y 4,5 millones que incluyen minusválidos, enfermos mentales, disidentes, masones, liberales, socialdemócratas, comunistas y homosexuales—. También se visitan los campos. Es necesario pisarlos, sentir y callar.

Todos mienten

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Acudí el lunes a una conferencia sobre la violencia extrema organizada por la Universidad Camilo José Cela. Hablamos de cómo prevenir los genocidios. Me gustó mucho la intervención de la periodista de TVE Pilar Requena, que ofreció varias claves. Una se refiere a lo comentado en el párrafo anterior. La necesidad de mostrar lo ocurrido, de aprender para no repetir. Esa educación nos ha faltado en España. Aquí hay periodistas incultos y políticos malintencionados que creen que ser antifascista es negativo, o el reverso de nazi, incluso en la II Guerra Mundial y dentro de los campos de la muerte. Como afirma el magistrado Joaquim Bosch, si el franquismo es una cosa del pasado, a qué viene tanta oposición para hablar de sus crímenes y abusos.

La otra clave ofrecida por Pilar Requena tiene que ver con el constante crecimiento de Alternativa para Alemania (Afd), el partido de extrema derecha que triunfa primero en las regiones del Este, en la antigua Alemania comunista. En ella no hubo desnazificación, sino silencio. No se sentían responsables de los crímenes de Hitler pese a ser tan alemanes como los del Oeste. De fondo estaba el silencio oficial de los crímenes de Stalin. La población del Este no fue educada, solo adoctrinada. Es más frágil políticamente, resulta más sencillo introducir las semillas del odio y la xenofobia donde no hay memoria. Por eso Afd trasladó al Este sus sedes y su esfuerzo. Roto el tabú empiezan a contaminar al Oeste. Es lo que explica el éxito de las extremas derechas en Polonia y Hungría, donde tampoco hubo educación en la memoria. Aún hoy es difícil hablar de su responsabilidad en la deportación y asesinato de cientos de miles de sus judíos.

Aquí estamos con el pin parental, una estrategia en defensa del negocio de los sectores más ultramontanos de la Iglesia, el silencio sobre la corrupción con fondos reservados y una parte de la prensa militando entusiasta en las fake news, ya veremos a cambio de qué. Como el Este de Europa, tampoco parecemos preparados para resistir la ola antidemocrática y populista que ha impuesto el Brexit y sostiene a Trump. Si hay que elegir entre las opciones optimista y pesimista, me pido la de realista bien informado.

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