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Acabamos de descubrir –más o menos escandalizados, según la adhesión de cada uno a los principios sagrados del libre mercado– que las grandes multinacionales farmacéuticas basan su beneficio en nuestra mala salud. No es algo nuevo. Afecta a la vacuna del covid-19 y a cualquier tipo de medicina, desde las necesarias a las inútiles. El negocio no se asienta en la curación del paciente, sino en el despilfarro forzado y sostenido en el tiempo. Un ejemplo sencillo de cómo funciona son las gotas para los ojos, los famosos colirios.
Según el vídeo anterior, una investigación conjunta entre el canal Vox y Pro Publica, el coste del desperdicio de medicinas en EEUU supera al presupuesto de Defensa. En la Unión Europea debe ser peor porque somos los campeones mundiales en expedición de recetas. Además de colocarnos una cantidad innecesaria de medicinas (¿han revisado el cajón donde guardan sus sobras? La mayoría están caducadas), el Big Pharma se concentra en enfermedades rentablesBig Pharma, las que afectan a países y personas con dinero. Los males que aquejan al Tercer Mundo tienen menos urgencia.
No existe una vacuna eficaz contra la malaria. Aunque es una enfermedad que afecta a más de 500 millones de personas, un mercado prometedor por su número, afecta a individuos que no viven en Nueva York, Londres, París o Berlín. Es la causa de la muerte de un millón y medio de seres humanos que viven en países considerados pobres. A diferencia del covid no lo produce un virus, sino un parásito. Los remedios conocidos, desde la fumigación en las zonas que vive el mosquito portador hasta las medicinas preventivas han perdido efectividad porque el parásito se ha hecho resistente.
La única solución duradera sería una vacuna. Medios y ganas hay; financiación, poca. Es el caso de una de las vacunas más prometedoras, la creada por Manuel Patarroyo, la SPf66, efectiva entre un 30 y un 60% de los casos, y que actúa en la llamada fase eritrocítica. Hubo algún interés en crear una vacuna cuando EEUU guerreaba en Vietnam y los europeos tenían colonias en África. La malaria afectaba a blancos, algo intolerable, sin duda. Les dejo el enlace de este artículo de Sandra Torrades sobre el tema. De él he tomado algunas ideas para el párrafo que acaba de leer.
Para las grandes multinacionales farmacéuticas, el covid es el premio gordo, una mina de oro que puede reportar ganancias mil millonarias. La razón de ser de estas compañías no es la salud mundial, sino garantizarse un entorno legal y financiero favorable para desarrollar su negocio. Como sucede con las aseguradoras médicas en EEUU (con las que están íntimamente vinculados) tienen una enorme capacidad de influencia (pueden escoger otro sinónimo si lo prefieren) sobre los legisladores estatales y nacionales, y sobre los médicos, que son los que determinan en sus recetas el éxito de ventas de un medicamento.
Un análisis de la agencia de noticias Bloomberg, publicado hace nueve meses y citado en esta pieza informativa de Euronews, revelaba que solo cuatro de las 20 principales multinacionales farmacéuticas disponía en marzo de 2019 de una unidad de investigación de vacunas. El resto prefería centrarse en los campos más rentables.
Se trata de un sector opaco que actúa en comandita en defensa del negocio. Nunca se mueve por altruismo, ni siquiera por uno disimulado que acepta una ganancia para compensar gastos de investigación. Se da la paradoja de que gran parte del éxito de las investigaciones en el caso del covid se debe al dinero público. Las empresas cuyo nombre repetimos a diario en tertulias e informaciones recibieron miles de millones de dinero de todos los ciudadanos que pagan sus impuestos para impulsar las investigaciones. Las seis principales compañías recibieron cerca de 10.000 millones de dólares, según informó en noviembre del año pasado Médicos Sin Fronteras.
Se escudan en la ley de la oferta y la demanda: a menor oferta, mayor precio; a más precio, mejores beneficios. Es un negocio redondo porque la demanda está asegurada durante una pandemia que afecta a todo el planeta. La oferta depende del ritmo de fabricación y de la distribución. Tienen la sartén por el mango. ¿No tienen los gobiernos y la UE otra opción que aceptar esta situación (pueden usar chantaje si les parece)?
¿Estarán al menos obligadas a devolver el dinero entregado para la investigación o es a fondo perdido? ¿Existen contratos con cláusulas que defienden el interés general? ¿Son públicos? No hay duda de que producir millones de dosis en poco tiempo y distribuirlas en condiciones de frío extremo en los casos de Pfizer y Moderna, no debe ser nada fácil. Como tampoco lo es la tarea de los gobiernos de establecer las prioridades y entregar las dosis a los centros elegidos.
En Occidente se ha priorizado a las personas de más edad, por ser más vulnerables. Tras ellas irá el personal sanitario encargado de cuidarnos a todos, que lleva meses bajo una enorme presión. No solo es el impacto físico, el cansancio de las horas extra de trabajo, es el impacto emocional de procesar más muerte de la que estaban acostumbrados en un periodo corto de tiempo. Ahora se debate el siguiente paso, ¿deberían ser los maestros? La más que peculiar presidenta de la Comunidad de Madrid (pueden elegir otro adjetivo), Isabel Díaz Ayuso, quiere priorizar a los camareros, profesión encomiable que ejercí en Londres casi todo 1981. Esta mujer tiene una obsesión con los bares.
Estuve en junio de 2003 en Bunia, noreste de Congo, para cubrir una guerra entre los hemas y los lendu, similar a la de hutus (agricultores) y tutsi (ganaderos) en Ruanda y Burundi previa al genocidio de cerca de un millón de tutsis y hutus moderados en 1994. Sobre ese asunto publiqué varios reportajes en El País, periódico en el que trabajé durante 20 años. No pude escribir el más importante: la existencia de una comunidad al norte de Bunia en la que quedaban personas que habían servido de cobayas en un experimento de una farmacéutica. La guerra me impidió cruzar líneas.
El vicepresidente del Gobierno español, Pablo Iglesias, afirmó esta semana en una entrevista realizada por los directores de infoLibre y elDiario.es: “No me temblaría el pulso en nacionalizar farmacéuticas si tuviera poder, y eso garantizara el derecho a la salud”. Es una afirmación que en el mejor de los casos solo tendría posibilidades de ejecutarse dentro de España.
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Según informó Vicente Clavero en Público, en mayo de 2020, la industria española está dominada por nueve empresas que cotizan en Bolsa, la mayoría pertenecen a grandes fortunas y a fondos de inversión. Ninguna de ellas ha desarrollado una vacuna española contra el covid. La más adelantada sería Zendal, que está a punto de empezar sus primeros ensayos clínicos con humanos. No se encuentra en el listado de las anteriores ni cotiza en Bolsa. De momento hay poco que nacionalizar.
Tenemos suerte de que sea la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, la encargada de gestionar la compra y el reparto de vacunas. Era lo más inteligente: presentar un bloque fuerte de países en una pelea compleja en un mercado infestado de tiburones. España, por sí sola, no hubiera tenido nada que hacer. ¿Imaginan las críticas desde la oposición contra Pedro Sánchez?
Lo que sí puede hacer España es impulsar dentro de la UE la campaña de decenas de ONG y organizaciones que piden una suspensión temporal de las patentes del covid para poder fabricar vacunas para todos los países. El lema es Una pandemia no es un negocio. Esto sería más eficaz que los brindis al sol para contentar a la propia parroquia. Una pandemia también es un aprendizaje, para pasar de una vez de los eslóganes a políticas de utilidad social. Afecta por igual a derecha e izquierda, menos a Isabel Díaz Ayuso, que parece inmune a la inteligencia.
Acabamos de descubrir –más o menos escandalizados, según la adhesión de cada uno a los principios sagrados del libre mercado– que las grandes multinacionales farmacéuticas basan su beneficio en nuestra mala salud. No es algo nuevo. Afecta a la vacuna del covid-19 y a cualquier tipo de medicina, desde las necesarias a las inútiles. El negocio no se asienta en la curación del paciente, sino en el despilfarro forzado y sostenido en el tiempo. Un ejemplo sencillo de cómo funciona son las gotas para los ojos, los famosos colirios.
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