Hubo un tiempo en el que teníamos la costumbre veraniega de enviar postales desde el lugar al que habíamos huido por vacaciones. Cabían pocas palabras en el reverso de aquellas estampas pero, a veces, encerraban un mundo. Porque en algunas de esas postales viajaba lo más importante de ti, a veces, enviabas unas letras desde lejos para decir el "te quiero" al que no te atrevías de cerca.
En este mes de agosto he decidido enviarles postales, queridos lectores, una por semana, cuatro en total. Sin pretensiones, son solo unas letras que nacen del bostezo de agosto, las llamaré “agostezos”. Cada una desde un paisaje emocional al que volver siempre, a aquellos otros veranos, cuando todo era posible…
La postal de hoy lleva la foto de un pepino, viene de la tierra, aunque mi madre acaba de sacarlo de la nevera para hacer un gazpacho. Gazpacho es eso que en mi casa anuncia que es verano y lo hace apelando a los cinco sentidos:
La vista, los ojos se iluminan al contemplar el bodegón de rojos, verdes y blancos en la encimera. El tacto, tan frío en la piel de las verduras y tan cálido en la mano del mortero. El oído, que se deja llevar por la melodía de la batidora,“la túrmix” dice mi madre, y la percusión del majado, ella me pide, me ordena, que machaque el ajo con el comino antes de sumarlos con el aceite y el vinagre a la concentración de hortalizas. El olfato, ese aroma inconfundible que inunda la cocina, que se escapa por la ventana para que todos los vecinos sepan que hoy, en esta casa, se toma gazpacho.
Son esos gestos los que te conectan con el mundo simbólico de “los tuyos”. Algo que va mucho más allá de lo racional, que trasciende lo evidentemente sentimental
Y en medio de la ceremonia de preparación hay un gesto curioso que mi madre repite cada verano: una vez ha cortado los extremos del pepino se acerca a ti y te coloca lo que ella llama “el gorrito del pepino” en la frente. Después la recorre como, si en vez de un trozo de hortaliza, fuera una gasa empapada en agua para aplacar la fiebre: “¿A que ya no tienes calor?”, dice satisfecha.
Crecí con ese ritual estival, año tras año, en la cocina de la casa de mis padres. Si te acercabas por el mostrador durante la elaboración del gazpacho, sabías que recibirías esa “friega” de la cucurbitácea, era una especie de conjuro contra el calor que mi madre había heredado, seguramente, de la suya y que yo he trasmitido a mis sobrinos, ignoro si son conscientes…
Ignoro también si esta costumbre se sigue en alguna otra casa y me haría muchísima ilusión encontrar a alguien que la reconociera como algo familiar, la verdad, hasta hoy solo he encontrado desconcierto en la cara de mi pareja o de mis amigos cuando me ven acercarme hacia su frente con el gorrito de un pepino recién cortado…
En mi casa también se besó siempre el pan, te recuerdo, Almudena, y son esos gestos los que te conectan con el mundo simbólico de “los tuyos”. Algo que va mucho más allá de lo racional, que trasciende lo evidentemente sentimental. Son pequeños tics que nos conectan profundamente con la tribu y nos recuerdan que venimos de ella, incluso cuando nos sentimos muy alejados…
Un día me dio por pensar que aquel gesto de mi madre se parecía al de poner un tampón, un sello de tinta imborrable, como si pretendiera marcarnos con aquel detalle. Y, en cierto modo fue así, me resulta imposible cortar un pepino y no hacer ese gesto en mi frente si estoy sola, en la de otros, si estoy acompañada.
Es el sello que marcó en mi vida el gusto del verano- me faltaba por nombrar este sentido-, un sabor perdido en el pasado que recupero con cada gazpacho.
Hubo un tiempo en el que teníamos la costumbre veraniega de enviar postales desde el lugar al que habíamos huido por vacaciones. Cabían pocas palabras en el reverso de aquellas estampas pero, a veces, encerraban un mundo. Porque en algunas de esas postales viajaba lo más importante de ti, a veces, enviabas unas letras desde lejos para decir el "te quiero" al que no te atrevías de cerca.