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No sé escribir lo que siento

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Nos destroza cada vez que alguien hace algo terrorífico, porque nos hace mirar de frente la cara más insoportable de la existencia humana y corroborar una realidad tan cruda como incontestable: la maldad existe.

No recuerdo qué día exacto de mi vida, ni a partir de qué acontecimiento, fui consciente de ello. No sé cuál fue la fecha concreta en la que aprendí que las peores pesadillas comienzan al abrir los ojos, cuando descubres que hay personas que pueden infligir un daño sin límites a otros, incluso a los niños, incluso a sus niños.

No tengo noción del momento en que desperté de ese sueño candoroso y entendí que no, que no todo el mundo es bueno, pero sí tengo memoria nítida de aquella sensación. Cómo va alguien a olvidar el sabor de un dolor tan particular e inconfundible, ese desgarro emocional que contiene partes iguales de horror, decepción y tristeza profunda.

Y cómo borrar esta horrible sensación de tu mente, si se repite en cada nueva ocasión. Sí, lo peor de ese encuentro con la maldad, lo más terrible de esa primera vez, es tomar conciencia de que no será la última.

A partir de la pérdida de esa inocencia infantil que presume la bondad como rasgo común a los seres humanos, vivimos ya para siempre con el monstruo de la maldad en el desván. Y tratamos de jugar a que no está, porque si no, no podríamos respirar. E intentamos caminar casi de puntillas, sin hacer ruido, para no despertarlo… pero sabemos que en algún momento bajará.

Esta semana ha vuelto, se ha hecho realidad eso que tanto temíamos desde hace cuarenta y cinco días, eso en lo que no queríamos “ni pensar”. El monstruo de la maldad ha regresado y nos ha roto el alma, nunca estamos preparados para enfrentarnos de nuevo a su presencia, es insoportable saber que la maldad respira el mismo aire que nosotros, que se baña en el mismo mar.

Infligir dolor a una madre, a través de sus hijas, tus hijas, es violencia vicaria y la violencia vicaria es, sobre todo, MALDAD. No hay matices, ni atenuantes, es maldad pura y durísima.

Las nubes desde arriba

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Cómo quisiéramos poder atenuar tu dolor inmenso, Beatriz, y que para restar una milésima del tuyo, te sirviera sumar las miles de dosis de dolor que sentimos tantos y tantas por ellas, por ti, por los abuelos, por todos vosotros.

Ojalá pudiera consolarte saber que esta historia, tu historia, vuestra historia, también nos ha destrozado. Pero el dolor es el sentimiento más solitario de todos y este inmenso dolor es tuyo y nuestra obligación moral es respetarlo. Y respetarte. Y respetarlas.

Podría seguir escribiendo sin fin, llenar páginas y páginas, pero creo que continuaría sintiendo esta impotencia que me acompaña desde que he comenzado a teclear… No soy capaz de transmitirte lo que quiero, no encuentro la manera de traducir en palabras lo que siento, Beatriz, cuánto lo siento.

Nos destroza cada vez que alguien hace algo terrorífico, porque nos hace mirar de frente la cara más insoportable de la existencia humana y corroborar una realidad tan cruda como incontestable: la maldad existe.

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