No tengo miedo, tengo siete años

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Hace unos días, en un parque, se acercó a mi perra una niña preciosa de mirada inteligente con gafas de montura azul turquesa. Era como un delicioso dibujo animado convertido en persona real: “¿Puedo acariciarla?”, preguntó con soltura.

Cuando adopté a Betty los niños le asustaban y les ladraba, así que advertí a la niña de que quizás podía reaccionar así, aunque ya casi nunca lo hace. Me enamoró su respuesta: “No tengo miedo, tengo siete años”.

Lo dijo resuelta y poderosa, firmemente preparada para afrontar cualquier peligro. Solté una carcajada con mezcla de sorpresa y ternura, era para comérsela.

Ella jugó tranquilamente con Betty, y yo –en plan señora pesada que se preocupa– le dije: “después te lavarás muy bien las manos ¿verdad?” y me contestó con los ojos muy abiertos, señalando a una chica que nos observaba a cierta distancia: “mi madre tiene mucho gel”. La madre asintió sonriente.

Esa combinación perfecta entre confianza en sí misma “tengo siete años” y la seguridad de saberse protegida, su madre vigilante, es ideal para que un cachorro de humano pueda saborear lo bueno afrontando un riesgo controlado. ¿Cuándo perdemos ese otro equilibrio entre la despreocupación y el principio de realidad, esa mezcla necesaria para sobrevivir en la jungla disfrutando de la aventura?

El miedo al rebrote –miedo ante un riesgo real– convive con el “me la pela” o el “a mí no me va a pasar”–pensamiento mágico–. Hay un coro desafinado entre las voces que recuerdan que esto no ha terminado y aquellas que parecen proceder de otro mundo… sin distancia, sin mascarilla, sin peligro.

Dicen algunos que hemos visto demasiado bingo en balcón y no estamos al tanto de la dimensión… ¿De verdad? ¿Existe alguien tan ajeno a la gravedad de la situación? ¿Y cuántos ataúdes tiene que ver alguien antes de meterse en el coche para saber que, si se ha pasado de copas o lo pone a doscientos, puede matarse y matar?

Me encuentro entre las voces “pesadas”, esas que insisten a diario en mantener alta la guardia de la precaución y tengo la sensación de que quienes lo hacemos, proyectamos cierta amargura en la mirada de los y las “melapelistas”.

Tranquilidad, al menos en mi caso, es justo lo contrario: Yo quiero salir, quiero trabajar, quiero ir a un concierto, quiero ir al cine, quiero viajar, quiero abrazar, quiero que mis sobrinos disfruten y tengan futuro, quiero que mi madre ochentera se atreva a pisar la calle y tenga presente. Mantengo intacta la pasión, quiero vivir sin miedo y que todos podamos hacerlo, por eso insisto.

Mi querido Carmelo Machín ha sobrevivido al covid-19 con graves secuelas. Tras 40 días ingresado en aislamiento y pegado a su “carrito del helao”–así llama a la máquina de oxígeno de la que depende 24 horas– afirma: “No se puede jugar con el virus, en este juego nadie gana”

La peque que jugó con Betty va con su madre que vigila en el parque para que ella pueda disfrutar de la vida con sus gafas de color azul turquesa. ¿Y nosotros, los adultos? ¿Necesitamos que otros nos vigilen para no jugarnos nuestra salud y la de todos? ¿En serio? ¿Tenemos el principio de realidad de una niña de siete años?

Hace unos días, en un parque, se acercó a mi perra una niña preciosa de mirada inteligente con gafas de montura azul turquesa. Era como un delicioso dibujo animado convertido en persona real: “¿Puedo acariciarla?”, preguntó con soltura.

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