Mucho se ha alabado la Transición como un modelo a seguir, para pasar de una tiranía a una democracia, porque no hubo un derramamiento de sangre masivo. Que las fuerzas armadas, la policía y la Guardia Civil no entraran a sangre y fuego en los estamentos que entonces se encargaban de conducir el proceso se celebró como un éxito que, a cambio, obligaba a mirar hacia otro lado dejando intactas las diferentes instituciones encargadas de administrar la dictadura para que continuaran haciendo lo propio cuando se proclamó la llegada de la democracia: Los que dictaban el crimen, pasaron a tutelar la libertad.
Nos perdonaron la vida, nos dejaron estar y, sólo por eso, por permitirnos seguir viviendo, debíamos permanecer eternamente agradecidos, según pregonan los que desde la gobernación actual afirman que “algunos quieren ganar una guerra que perdieron”. Apelan a la victoria de la Santa Cruzada como un derecho natural a continuar conservando aquellos privilegios que les convirtieron en dueños y señores de España y de las vidas de los que allí moraban.
Ahora llegan tiempos de osadía y los españoles ya no se conforman con “estar”. Olvidando el pretendido derecho que los vencedores tienen sobre sus vidas, también pretenden “ser”.
No comprenden los herederos de los derechos de esta farsa criminal que, como decía el gran Ovidi en una de sus canciones: “ya no nos alimentan las migas, ahora queremos el pan entero”.
Heredaron las instituciones intactas y, con ellas, su forma de hacer. No les resulta fácil desprenderse de aquellas prebendas que obtenían con la corrupción de las palabras y las cosas, desde la legitimidad que otorgaba el convertirse en centinela de la espiritualidad de Occidente.
Llamaban justicia a aquello que no era más que una sumisión, desde la colaboración ciega, a los deseos de los corruptos gobernantes que, arropados por gorilas con cartucheras, imponían con la pólvora y la represión el deseo de tener bajo su dominio y capricho a todo un pueblo esclavizado, aterrorizado y humillado.
Años de opresión que ellos nunca han conocido. Niegan que tal tiempo existió y todavía evitan enseñarlo en las escuelas en la verdadera dimensión de la crueldad con la que se ejercía el poder. Discuten desde el revisionismo, a través de voceros propagandistas que usurpan el lugar de los historiadores, la propia existencia de un golpe de Estado que contó con el apoyo militar de la primera potencia mundial, y que terminó conquistando el poder tras vencer la resistencia de tres años de un pueblo heroico que se levantó contra las armas para defender la democracia y la libertad.
Heredar aquella justicia con todos sus hombres, aquel ejército bañado en sangre y aquella policía criminal tiene consecuencias que se evidencian en la desfachatez con la que actúan los actuales responsables del gobierno con su pretensión de la aniquilación del Estado de derecho, colocando en puestos clave a determinados agentes a su servicio, para impedir que la ley garantice la normal convivencia de los ciudadanos.
Se sienten perseguidos y es cierto, lo están, por el Estado que dicen representar. Un Estado en el que no tienen encaje porque nunca creyeron en él. Siguen luchando contra su instauración corrompiendo los cimientos que lo sustentan al tiempo que la moral de los ciudadanos y la fe en que otro mundo, donde la justicia se imponga, sea posible.
Es en la prostitución de las instituciones donde obtienen más rédito político aunque se vean castigados por los votos. Las trampas, el juego sucio, la represión a través de ridículas leyes promulgadas contra la libertad, que sólo pretenden instaurar de nuevo el miedo en la población, les devolverán el poder perdido ocasionalmente en las urnas.
No son nuestros iguales, tal pretensión no es más que una convención para participar en el juego. Es en el desprestigio y la degradación de la justicia donde se perpetuarán en sus privilegios.
José Antonio Primo de Rivera definió esta estrategia a la perfección en el discurso fundacional de la Falange al referirse a las elecciones que se avecinaban: “…no saldrá de ahí vuestra España, ni está ahí nuestro marco. Esa es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto”.
Ni fe en el sistema ni respeto.
Mueven sobre la mesa a sus hombres como si fueran fichas de dominó y les hacen recuperar sus puestos de jueces o de fiscales, después de haber sido apartados de sus diferentes destinos por prevaricar y negarse a implantar el régimen de justicia para el que son nombrados.
Sus jefes los amparan y, cual trileros de barrio, los recolocan allá donde creen que cumplirán el mejor servicio a su causa corrupta y decadente que sólo busca la impunidad del delincuente poderoso.
También los que dirigen la policía se embarcan en esta causa colectiva de persecución del rival con maniobras de extorsión, elaboración de dossieres difamatorios y creación de procesos judiciales fabricados en las cloacas del Estado. Una vez descubiertas, estas acciones punibles se convierten en arma arrojadiza contra los que denuncian, estrategia habitual de regímenes totalitarios, y amenazan con decapitar a los mensajeros de la información.
El fin de toda esta farsa es tan obvio como legal: Desproveer de servicios públicos a los ciudadanos para derivar fondos a las arcas de empresas afines que les esperan con las puertas abiertas.
Cobran comisiones, amañan contratos, se reúnen cobrando importantes sumas con responsables de empresas que aspiran a concesiones. Tienen parejas que se convierten en “conseguidores” de adjudicaciones públicas. Todo es legal. Las leyes las hacen ellos. Las legitiman las votaciones por mayoría en el Congreso. Legitimidad que se diluye cuando ese mismo órgano reprueba a sus fiscales o ministros nombrados con el único propósito de inhibir el estado de derecho para poder seguir mangoneando.
Lejos de pedir perdón por el daño causado a los ciudadanos, por la pobreza generada, por la aniquilación de una generación a la que se ha privado de un proyecto de vida, a la que se hurtado el futuro, se presentan con arrogancia, desafiantes, en las comisiones en las que deberían dar explicaciones a los ciudadanos por sus execrables acciones.
Ahora, se sienten acorralados, víctimas de una causa general. Tal vez no sería tan general la causa si no fuera generalizado el latrocinio y, sobre todo, si la cúpula del partido no se mostrara tan activa ante esas acciones corruptas amparando, encubriendo, defendiendo hasta el último minuto con todas la armas al alcance, con todas las triquiñuelas legales, con todas la promesas de intervenir en lo judicial hasta lo imposible a cambio de “ser fuerte” y resistir el castigo en silencio, con el único fin de continuar expoliando las arcas del Estado.
Por desgracia la causa es general, pero no corresponde a una acción inquisitorial sino a la constatación de que los “casos aislados” constituyen un todo, una maquinaria perfectamente engrasada para perpetuar un clientelismo delincuente.
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Mientras, otros medios de comunicación, también comprados con nuestro dinero, destacarán sus logros y venderán a los crueles e insaciables artífices de la desgracia colectiva como represaliados por la intransigencia de los perdedores.
En el secuestro de la justicia basan la perpetuación de su especie.
Ganaron la guerra y no consienten que se les arrebate el botín.
Mucho se ha alabado la Transición como un modelo a seguir, para pasar de una tiranía a una democracia, porque no hubo un derramamiento de sangre masivo. Que las fuerzas armadas, la policía y la Guardia Civil no entraran a sangre y fuego en los estamentos que entonces se encargaban de conducir el proceso se celebró como un éxito que, a cambio, obligaba a mirar hacia otro lado dejando intactas las diferentes instituciones encargadas de administrar la dictadura para que continuaran haciendo lo propio cuando se proclamó la llegada de la democracia: Los que dictaban el crimen, pasaron a tutelar la libertad.