Corría el año 1992 y la elaboración de dosieres era frecuente. Se trataba de informes fabricados por una especie de sicarios mediáticos, aunque los autores anónimos tenían nombres y apellidos y eran conocidos en el gremio; por un módico precio elaboraban un informe falso, pero bien hecho, con la intención de desprestigiar a alguien. A partir de ese informe, se iban desgranando datos que de una u otra forma iban componiendo un retrato de un personaje al que se tachaba de corrupto, de delincuente: se le linchaba. Como en España la difamación es gratuita y, si acaso, después de mucho pelear en la justicia se consigue cierta reparación en forma de disculpa, pero nunca algo que compense el daño hecho, estos dosieres proliferaron y se usaron más como método de extorsión, amenazando con sacarlos a la luz, que como información publicable. En esta España plagada de periodistas dispuestos a dar pábulo a la mentira a sabiendas, la amenaza del daño que causaban estos dosieres tenía mucho sentido.
Yo tuve el honor de que me dedicaran uno. Entonces trabajaba de presentador un programa de Telemadrid llamado La Noche se Mueve que tenía mucho éxito, pero sólo en Madrid. A toro pasado me hace ilusión que el fascio español me viera ya como un peligro potencial, eso indica que estaba en el buen camino.
Digo a toro pasado porque en su día no me hizo ninguna gracia, sobre todo porque en el dosier incluían a mi padre como una especie de testaferro que era el que llevaba a cabo la creación y mantenimiento de las empresas pantalla con las que, supuestamente, mi familia se embolsaba los millones. En medio aparecían políticos de la época, como Leguina y Barranco, que serían los que pasaban los millones a mis cuentas corrientes a cambio de supuestos servicios que no se especificaban, no se decía en base a qué cobraba yo esa pasta. Como decía, esto circulaba por ahí, por despachos de gente importante, medios de comunicación, y la única función que cumplía era desprestigiar al titular del dosier. Hablaban así, en términos generales: ése del que ya sabemos a qué se dedica, y todos parecían saberlo dando a entender que mi condición de chorizo era pública y notoria.
La cuestión se complicaba cuando estos dosieres caían en manos de bocazas sin escrúpulos como Ángel Matanzo, concejal del Ayuntamiento de Madrid, o Encarna Sánchez. El primero me comunicó personalmente que me iba a hundir con esa basura y lo intentó, y la segunda se dedicó a darla por entregas en su programa. La cuestión no es que fuera cierto lo que se decía, sino que coincidieran las versiones. Ese era el sentido del dosier. Todos se agarraban a la misma mentira y la convertían en hecho cierto.
Fue Máximo Pradera, colaborador del programa en aquel tiempo, el que me avisó de que en la COPE se estaban vertiendo acusaciones graves contra mí y mi familia. No hice caso hasta que me trajo una grabación en la que entendí que la cosa no iba en broma. Allí se daban números de cuentas, trasvases importantes de dinero entre ellas, nombres de personas y de sociedades pantalla, entre insultos y gritos de “sinvergüenzas, “ladrones”, “matáis de hambre a los obreros”, dedicados a mí y a mi familia. Si yo lo hubiera oído de otro pensaría que le habían pillado, en ningún caso que se lo estaban inventando. Y menos aún que la persona que lo bramaba, Encarna Sánchez, supiera que era todo falso. Estaba convencido de que la habían engañado.
La cosa acabó en los tribunales y allí, ante mi sorpresa, Encarna Sánchez, a pesar de que aporté numerosas grabaciones de programas, negó la mayor, dijo que no había dicho ni una palabra de todo aquello y que las grabaciones las había hecho yo con imitadores, que tenía conciencia de ellas porque alguno de ellos, arrepentido, se lo había confesado avergonzado. Tras soltar cuatro frescas al juez por haberla hecho perder el tiempo de esa manera, abandonó la sala. Detrás de ella se marchó su abogado alegando que tenía otro juicio y allí nos quedamos con dos palmos de narices el juez y nosotros, los demandantes. A pesar de que en aquel momento el juez se indignó con ella, en la sentencia le dio la razón.
Yo me cuidé mucho de no citar los insultos ni nada de lo que pudiera parecer crítica hacia mi trabajo en la demanda, tan solo acusaciones de la comisión de delitos. En el colmo de la estupidez, esta señora llegaba a decir que yo trabajaba en Telemadrid por una sola razón: era hijo ilegítimo del director general de la cadena. El susodicho me sacaba sólo diez años. Ese era el nivel. Esta señora amoral, sin escrúpulos, tenía dedicado el estudio más grande de la COPE a su memoria tal y como rezaba una placa la última vez que visité la emisora.
El juez no sólo no me dio la razón en nada, sino que me soltó un rapapolvo importante. Venía a decir que si no estaba dispuesto a aguantar críticas, que mejor me dedicara a otra cosa. De paso, tal y como me obligaba la ley, la demanda la dirigimos al responsable civil subsidiario, en este caso la Conferencia Episcopal, propietaria de la emisora. En este punto también se detuvo el juez en su sentencia preguntándome quién era yo para arremeter contra esa institución. En fin, me costó una pasta el proceso, y cuando intenté recurrir no pude porque había un defecto de forma y la fecha no coincidía con no se qué y me lo tuve que comer.
Para mí fue la constatación de que la justicia no era igual para todos.
Rememoro la época de los dosieres a raíz de la polémica suscitada ahora con la aparición de un dosier anónimo dedicado a Podemos, que dice la prensa que fue remitido desde la Dirección Adjunta Operativa de la Policía (DAO) a la UDEF, y cuyo destino real han sido los medios de comunicación. Entre otros el conocido periodista Eduardo Inda, que afirma tenerlo desde hace meses pero que las fuentes le dijeron que no lo publicara hasta que recibió la orden de hacerlo; y Manos Limpias, que lo adjunta como parte en una querella en el Tribunal Supremo.
La misma forma de proceder de aquellos tiempos, pero con un agravante: ya no son delincuentes que trabajan en la impunidad los que utilizan estos métodos para la extorsión, o el linchamiento mediático del rival, razón por la que los autores permanecían en el anonimato, sino la propia policía del Estado que debería perseguir este tipo de acciones.
En eso que llaman Estado de Derecho, que es el espacio donde dicen que nos movemos, estas cosas no tienen cabida. Mejor dicho, no deberían tenerla. A los ciudadanos que no están cometiendo ilegalidad alguna no se les vigila, no se les investiga ni se les persigue a no ser que se tenga una orden judicial que lo autorice y justifique por estar inmersos en una causa.
Los medios de comunicación se han centrado en el contenido del informe saltándose la ilegalidad de su elaboración y sin señalar a los responsables de la misma, que son nada menos que el ministro de Interior y altos cargos de la Policía afines al PP. Se habla de una “unidad secreta” que es la que se encargaría de este trabajo, así como de recabar investigación sobre políticos ligados al proceso soberanista catalán. Cuando CIU protestó ante el ministro por estos hechos, éste los mandó “al psiquiatra”. Resulta que ahora se reconoce la existencia de esa “unidad secreta” destinada a hacer juego sucio al servicio de los intereses de un partido, con el aplauso generalizado de los medios de comunicación afines, más interesados en publicar su contenido que la distorsión legal y el atentado al Estado de Derecho que supone la existencia de esta brigadilla político-social inserta en la Policía.
Con respecto al contenido del Informe PISA (Pablo Iglesias Sociedad Anónima), así lo titula la Policía, se trata de un estudio sobre los ingresos que a lo largo de diez años han obtenido algunas de las cabezas visibles de la formación política, y supone que la totalidad de sus ingresos profesionales, colaboraciones en televisión, trabajos de toda índole, becas y demás, han ido a parar a las arcas del partido incluso mucho antes de que existiera. De paso, hace socios a los receptores de los salarios y a los propietarios de las empresas que pagan. Como si uno, por ejemplo yo, fuera responsable de los negocios de las personas que fundaron en su día la cadena para la que trabajo y pudieran cuestionarme si en algún caso los fondos aportados a la constitución de la sociedad fueran de procedencia ilícita.
Hasta ahí, una vergüenza, pero la cosa va más allá. No sólo desgrana los ingresos, por cierto, declarados, sino que en ese informe la Policía emite juicios de valor político dignos de la extrema derecha apelando a la inconveniencia de la propia existencia de la formación. Es decir, la Policía se convierte en un grupo de represión para evitar que Podemos pueda seguir desarrollando su labor política y apela a quien corresponda a que tome cartas en el asunto y lleve esas cosas ante los tribunales, olvidando que la Policía tiene la obligación de personarse ante el juez en cuanto detecte una actividad delictiva.
También se aportan recortes de prensa, declaraciones de políticos y periodistas y otras cuestiones que deberían quedar al margen de las actividades de una Policía al servicio de los ciudadanos.
En un apartado se afirma que el fin de las emisiones de los programas en los que trabajaban los investigados no es otro que dar “un golpe de Estado encubierto financiado por los gobiernos de Irán y Venezuela". "El dinero serviría para hacer apología de la izquierda más radical con el fin de desestabilizar los gobiernos occidentales y justificar sus respectivos regímenes…”.
Al menos, antes, este tipo de dosieres a la carta para hundir a un rival político los elaboraban delincuentes que tenían que ocultar sus nombres para evitar ser denunciados y perseguidos por la justicia. Ahora el anonimato viene desde la Policía que esconde quién o quiénes se encuentran detrás de esta basura.
La guerra sucia desde el Ministerio del Interior está declarada y son los compañeros de Gobierno del ministro Fernández Díaz quienes se indignan, en los pasillos del Congreso y comisiones de investigación, por el contenido de esos informes que ellos mismos elaboran.
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Está claro a quién ven como el enemigo.
Con los otros dos están dispuestos a pactar.
Saque cada uno sus conclusiones.
Corría el año 1992 y la elaboración de dosieres era frecuente. Se trataba de informes fabricados por una especie de sicarios mediáticos, aunque los autores anónimos tenían nombres y apellidos y eran conocidos en el gremio; por un módico precio elaboraban un informe falso, pero bien hecho, con la intención de desprestigiar a alguien. A partir de ese informe, se iban desgranando datos que de una u otra forma iban componiendo un retrato de un personaje al que se tachaba de corrupto, de delincuente: se le linchaba. Como en España la difamación es gratuita y, si acaso, después de mucho pelear en la justicia se consigue cierta reparación en forma de disculpa, pero nunca algo que compense el daño hecho, estos dosieres proliferaron y se usaron más como método de extorsión, amenazando con sacarlos a la luz, que como información publicable. En esta España plagada de periodistas dispuestos a dar pábulo a la mentira a sabiendas, la amenaza del daño que causaban estos dosieres tenía mucho sentido.