No, no iban a morir igual

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Son dos momentos casi paralelos en el tiempo, aunque en escenarios muy diferentes. El primero ocurre en la Asamblea de Madrid. Allí, una portavoz de Amnistía Internacional critica con dureza la gestión del gobierno de Ayuso en las residencias de ancianos durante la pandemia. Describe un infierno dentro de los centros, asegura que se produjeron violaciones de derechos humanos y que los mayores murieron abandonados a su suerte. Con sufrimiento. Encerrados, sin saber de sus familias, en soledad. Es el relato del horror que ya hemos escuchado otras veces a familiares y trabajadores, pero no por ello deja de poner los pelos de punta. 

El segundo tiene lugar a menos de 6 kilómetros de allí, en el centro de la capital, en un desayuno informativo en el Hotel Ritz en el que participa la presidenta de la Comunidad. Ayuso insiste en que la catástrofe que se vivió en Madrid -7291 personas muertas en residencias sin recibir la atención sanitaria que necesitaban- se vivió por igual en toda España y que el traslado de los enfermos a los hospitales no garantizaba su supervivencia. Que iban a morir igual. Es la argumentación del gobierno de Ayuso que ya hemos escuchado tantas veces, pero no por ello deja de resultar demoledor.

Lo cierto es que los datos desmontan sus palabras (aquí pueden leerlo). Es innegable que la situación fue dramática en toda España. Y hubo comunidades con una tasa de mortalidad muy alta, como Cataluña, que también estableció criterios para atender o no a los pacientes. Pero fue Madrid la única que aplicó los ‘Protocolos de la Vergüenza’, desvelados por el periodista Manuel Rico en infoLibre, que establecieron qué residentes podían ser trasladados al hospital según su nivel de dependencia e independientemente de su edad. 

¿Cómo no van a indignar las palabras de Ayuso a los familiares de las 7291 personas que murieron de una forma cruel e indigna en las residencias? Resulta tremendamente doloroso comparar la muerte de un paciente en un hospital, con medios y atendido por personal médico con la de alguien que murió solo, agarrado a los barrotes de la cama, asfixiado, sin poder respirar, como contó una trabajadora en la comisión de investigación ciudadana el verano pasado.  O a los que murieron de hambre o sedados sin saber si tenían covid, como han relatado algunos sanitarios. ¿Cómo no van a sentir rabia esas familias?

Es uno de los capítulos más trágicos de nuestra historia. Excepcional, podrán pensar. Pero por desgracia, lo que ocurrió durante la pandemia no sólo es un síntoma. Lo que ocurrió en esos terribles meses puso sobre la mesa la enfermedad que sufre la atención a los mayores en nuestro país. Porque demostró que más allá de las redes familiares, de las que no todo el mundo puede echar mano, esa atención es fallida. Y no funciona, porque el estado del Bienestar -ese que sí se ha preocupado por las pensiones- todavía tiene como tarea pendiente el cuidado de los más mayores. 

Es el mismo modelo neoliberal de la sanidad. La vejez nos devuelve el reflejo de la clase social a la que pertenecemos cuando más indefensos somos. Es el dinero el que decidirá si estamos protegidos. Quien no lo esté, morirá como pueda. Desamparado.

Lo primero, porque el modelo está altamente privatizado. En España hay 1.642 residencias públicas frente a los 3.925 centros privados. Es decir, la oferta pública es infinitamente inferior. Tiene una explicación que cualquiera que haya tenido cerca a algún trabajador o trabajadora de estos centros conocerá bien. Hay poco personal, mal pagado y con una carga de trabajo extenuante. Por lo tanto, quien tiene recursos, optará por la privada. Es el mismo modelo neoliberal que se aplica en la sanidad. La vejez nos devuelve así el reflejo de la clase social a la que pertenecemos cuando más indefensos y vulnerables somos. Es nuestro bolsillo el que decidirá si estamos protegidos y atendidos. Quien no lo esté, morirá como pueda. Desamparado. Ocurrió también durante la pandemia: la Comunidad sí permitió el traslado de los ancianos que tenían seguro médico. Al resto, se le negó esa opción. Es evidente: no, no se iban a morir igualmente. Y no, no todos murieron de la misma manera. 

Durante su intervención en la Asamblea de Madrid, Carmen Miquel, la portavoz de Amnistía Internacional, enumeró los cinco derechos fundamentales que, según esta organización, Ayuso vulneró con los llamados ‘Protocolos de la Vergüenza’: el derecho a la vida, a la no discriminación, a la salud, a la vida privada y familiar y al de una muerte digna. En paralelo, Isabel Díaz Ayuso aseguró que la izquierda está a un paso de acusarla de un genocidio. Es la justicia la que deberá determinar la responsabilidad de cada uno. Mientras, el resto de la sociedad deberíamos hacernos una pregunta: ¿queremos vivir en un modelo de sociedad que arrincona así a los mayores? La respuesta ni puede ni debe esperar a otra pandemia.

Son dos momentos casi paralelos en el tiempo, aunque en escenarios muy diferentes. El primero ocurre en la Asamblea de Madrid. Allí, una portavoz de Amnistía Internacional critica con dureza la gestión del gobierno de Ayuso en las residencias de ancianos durante la pandemia. Describe un infierno dentro de los centros, asegura que se produjeron violaciones de derechos humanos y que los mayores murieron abandonados a su suerte. Con sufrimiento. Encerrados, sin saber de sus familias, en soledad. Es el relato del horror que ya hemos escuchado otras veces a familiares y trabajadores, pero no por ello deja de poner los pelos de punta. 

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