Un policía. Un bombero. Un enfermero. Un periodista. De 26 a 70 años. Solteros. Casados. Divorciados. Podrían ser el vecino de la casa de enfrente, el agente que te toma declaración en una comisaría, el sanitario que te saca sangre para un análisis. No son ni monstruos ni seres marginales. No son los otros, ni una manzana podrida en un cesto. Tampoco lo eran los violadores de La Manada, entre los que había un militar y un guardia civil, ni el asesino machista de Nagore Laffage, que era un estudiante de medicina. Son hombres. Profundamente machistas.
Hombres que a lo largo de una década acudieron, algunos varias veces, a la casa de Dominique Pélicot para violar a su esposa, mientras él lo grababa todo. Varones que entraban en un foro de internet en el que se fantaseaba con la violación, pero que después de agredir sexualmente a una mujer inconsciente y drogada volvían a sus casas, con sus amigos, con sus parejas, con sus hijos, con sus padres. Se sentaban a ver la televisión, a cenar, comentaban el último partido de fútbol o la última polémica política.
Impresiona ver la imagen de Gisèle Pélicot en el tribunal. Muestra su cara, no se esconde de las cámaras y se ha negado a que las sesiones del juicio se hagan a puerta cerrada. La vergüenza debe cambiar de bando, ha sentenciado. Una frase que deberíamos grabarnos a fuego. Gisèle es una mujer valiente y merece todo el reconocimiento. Pero igualmente valiente habría resultado si no hubiera querido mostrar su identidad. Si para protegerse hubiera decidido permanecer en el anonimato como lo hacen miles de mujeres cada día. Como lo hizo la víctima de la violación de sanfermines. No hay un perfil de agresor, pero tampoco lo hay de la víctima.
También impresiona verlos a ellos, aunque por motivos muy diferentes. Esperando en fila para declarar, tapándose la cara con mascarillas, capuchas o gorras para que nadie pueda identificarlos. Produce miedo la imagen de la cotidianidad de la violencia.
Produce miedo la imagen de la cotidianidad de la violencia. Esa que normaliza o banaliza las agresiones que sufren las mujeres en los medios de comunicación, en la judicatura o en las instituciones.
Es esa cotidianeidad a la que nos referimos cuando hablamos de cultura de la violación. Esa que normaliza o banaliza la violencia contra las mujeres ya sea en los medios de comunicación, en la judicatura o en las instituciones. Hace sólo unos días escuchamos a una periodista decir que no era apropiado que una mujer se fuese con un hombre al que acababa de conocer. Le faltó apostillar: y si no, que se atenga a las consecuencias. ¿Por qué las receptoras de esos mensajes siempre somos nosotras? Resultaría mucho más efectivo recordarles a ellos que si son incapaces de irse con una mujer y no agredirla, que no lo hagan.
Esa permisividad tampoco sería posible sin el pacto no escrito pero tácito que se da entre hombres. La complicidad de los tipos que eligen el silencio a la denuncia, de los que reenvían la foto sexual de una compañera de trabajo o de los que se ríen de la machistada de turno en vez de afearla. Sólo uno de cada tres hombres con los que contactó el marido de Gisèle Pélicot rechazó violar a su mujer. Pero ninguno lo denunció, decidieron mirar hacia otro lado. Not all men, pero... Estos días me he encontrado a tipos más ofendidos porque los llaman violadores en potencia que porque haya varones que violan a mujeres. Una sociedad no cambia si sólo lo hace la mitad de la población, por eso mientras ellos no señalen estos comportamientos, resultará tremendamente complicado acabar con la violencia machista. Necesitamos su compromiso en firme y que recuerden que si no son parte de la solución, entonces son parte del problema.
La periodista Cristina Fallarás lleva tiempo recabando testimonios de violencia sexual que publica en sus redes sociales. Son víctimas que hablan de padres, hermanos, abuelos, primos, compañeros de trabajo que las han agredido sexualmente. No son monstruos, ni locos, ni manzanas podridas en un cesto. Es la cotidianidad de la violencia. La que hizo que ninguno de los hombres denunciara lo que ocurría en la casa de los Pélicot. La que hace que una mujer tenga más posibilidades de sufrir una agresión en su propia casa que en la calle.
Un policía. Un bombero. Un enfermero. Un periodista. De 26 a 70 años. Solteros. Casados. Divorciados. Podrían ser el vecino de la casa de enfrente, el agente que te toma declaración en una comisaría, el sanitario que te saca sangre para un análisis. No son ni monstruos ni seres marginales. No son los otros, ni una manzana podrida en un cesto. Tampoco lo eran los violadores de La Manada, entre los que había un militar y un guardia civil, ni el asesino machista de Nagore Laffage, que era un estudiante de medicina. Son hombres. Profundamente machistas.