Susan Sontag que estás en los cielos

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El comentado caso del libro de Luisgé Martín sobre y con José Bretón, pero también el de la activista terf Barbijaputa, (y antes, los de Fernando Savater o Gregorio Morán) han desencadenado toda suerte de debates alrededor de la “censura” que revelan en qué medida la tendencia de los miembros del gremio a melodramatizarnos ha pervertido el término. Ocurre que arrogarse la condición de víctima es uno de los mecanismos de adquisición de poder, prestigio y autoridad moral más sencillos, rápidos y eficientes que existen, de modo que nadie parece dispuesto a dejar pasar la ocasión de victimizarse. Pero ninguno de los mencionados corresponde a un caso de censura como ninguno de sus protagonistas ha sido censurado.

Disculparán la pedantería de traer una cita culta que ayude a entender qué es la censura: en la pieza El acto de Banania (1989), de Les Luthiers, Marcos Mundstock relata que Johan Sebastian Mastropiero “trabajó durante un tiempo como músico oficial del gobierno de la República de Banania. En esos años, Banania era gobernada con mano firme por el general Eutanasio Rodríguez. Una de las obras que conocemos de esta etapa de Mastropiero es la canción infantil El conejito inocente; en realidad, lo que se conserva es la versión censurada de la misma, cuyo texto dice: "Había una vez... y comieron perdices". También compuso, sobre versos del mismo autor, una canción que no llegó a estrenarse titulada Viva la Libertad. Lamentablemente no se ha conservado el nombre del poeta... ni el poeta”.

Salvo que en alguno de los casos antedichos el supuesto censor haya obligado a destruir todos los originales y manuscritos de las piezas supuestamente censuradas para que jamás vean la luz en formato alguno (cosa que no consta), no ha habido ninguna censura. Ha habido criterio responsable. En todo ellos, ha colisionado el legítimo derecho editorial a elegir contenidos con la pretensión de los citados de que lo que ellos han escrito sea de obligada difusión por quienes lo pagan, al margen de su criterio y sus intereses. Y se han puesto como niño protestando en el pasillo de las chuches. Y claro, no.

Sin embargo, en el caso del libro El odio, sobre el asesino de sus propios hijos, se suscita otro debate mucho menos pueril que atañe al periodismo y a la literatura, y a sus respectivos haberes y deberes. Un debate para el que no es necesario conocer el contenido del libro. ¿Ha de representarse el mal? ¿Hay algún bien en dar voz al mal? De entre todos los que han teorizado sobre el particular, la listísima Susan Sontag, en su célebre Ante el dolor de los demás (2010), se ubicó en el lugar adecuado: por supuesto que hay que reflejar los efectos del mal, forma de educación ética, pero ha de hacerse desde la conciencia de la naturaleza del espectador y considerando los riesgos que subyacen, tales como la espectacularización del dolor, la distancia del espectador –capaz de generar conciencia pero también cinismo o parálisis moral– y el inevitable esteticismo de la violencia. Sontag acaba abogando por una mirada lúcida, incómoda y activa que no consuma la imagen, sino que la integre en un marco de conciencia histórica y política. En resumen, y esto es lo más interesante, acaba depositando una buena parte de la tarea civilizatoria de plasmar el horror en la responsabilidad ciudadana del lector/espectador.

Hay que reflejar los efectos del mal pero ha de hacerse desde la conciencia de la naturaleza del espectador y considerando los riesgos que subyacen

El periodista español Arcadi Espada escribía esta semana sobre el caso del libro non nato de Luisgé Martín con argumentos alineados con los dictados de la Ilustración Oscura, atribuyendo a “lo woke” –esa cursilería con la que los hombres blancos heterosexuales que ya le han dado la vuelta al jamón denominan ahora a la corrección política–, es decir, nos atribuía a nosotros los progres, la incapacidad de asumir que el mal existe y que no necesariamente es producto de una sociedad injusta o desigual y de biografías desgraciadas. Desconozco por qué estima que una cosa y la otra son excluyentes, o sea, que las sociedades injustas sean un caldo de cultivo para lo atroz y la rectitud moral, atributo de quien duerme caliente y come a diario, y, al mismo tiempo, que lo infame a menudo no necesita coartada alguna en el hábitat para desplegarse. El biólogo Edward O. Wilson, doble premio Pulitzer, ya explicó sin mucha alharaca que las especies sociales hemos evolucionado conservando en nuestro ADN las pulsiones egoístas de la competición entre individuos y las pulsiones altruistas de la competición entre grupos, manadas o tribus. Y que unas y otras pulsiones se modulan en todos nosotros porque existen en todos nosotros.

En el fondo, aunque Espada, paladín del periodismo neto, no lo abordase en su pieza, subyace una certeza sobre los límites del periodismo, expatriado de las verdades últimas y atado por los mucho más prosaicos y humildes hechos ciertos, incapaz de acceder por sus propios medios a revelaciones solemnes sobre lo inefable, al caso que nos ocupa, matar a tus hijos. Pero no ocurre lo mismo con la literatura, que es la única hipótesis de sentido imprescindible y convencional para todos aquellos que no creen en dioses ni teodiceas. Por eso la literatura siempre es una tentación para el periodista, como en el fondo confesaba Martín, hábilmente entrevistado en TVE por Xabier Fortes. El problema es que, como teorizó Hannah Arendt, el mal es banal; para desgracia del literato, no contiene ningún secreto ni ninguna revelación tremenda. Está en nosotros y todos disponemos de la potencia de ejercerlo. El infanticidio, ese anatema, se generalizó en China coincidiendo con su política de contención demográfica cuando solo se permitía a cada pareja tener un hijo y la primogénita era mujer. Basta una trivial conjunción de circunstancias (de carácter y de coyuntura) para que todos seamos actores del mal. Por eso ninguna generación de varones humanos antes del siglo XX dejó de ir a la guerra, es decir, por eso ningún hombre evitó matar a sus semejantes durante milenios sin que haya constancia de que eso supusiera trauma singular.

Al asunto que nos ocupa, la verdad literaria sobre José Bretón (en el entendido de que es la única posible, pues al periodismo la verdad le resulta terreno vedado), con todas las limitaciones propias de una disciplina que da sentido a lo que no lo tiene, ya la escribió ese excelente literato que se pretendía científico llamado Sigmund Freud. Solo hay que observar a Bretón detenidamente para darse cuenta de que su hipótesis de sentido es mucho más accesible al padre del psicoanálisis que al más voluntarioso Bob Woodward. Porque los frutos del mal son atroces e hiperbólicos, pero el mal es cotidiano y ramplón.

El comentado caso del libro de Luisgé Martín sobre y con José Bretón, pero también el de la activista terf Barbijaputa, (y antes, los de Fernando Savater o Gregorio Morán) han desencadenado toda suerte de debates alrededor de la “censura” que revelan en qué medida la tendencia de los miembros del gremio a melodramatizarnos ha pervertido el término. Ocurre que arrogarse la condición de víctima es uno de los mecanismos de adquisición de poder, prestigio y autoridad moral más sencillos, rápidos y eficientes que existen, de modo que nadie parece dispuesto a dejar pasar la ocasión de victimizarse. Pero ninguno de los mencionados corresponde a un caso de censura como ninguno de sus protagonistas ha sido censurado.