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Un orgullo compartido

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No es lo mismo una acumulación que una suma. Las multitudes saben mucho de soledad. La soledad está superpoblada en las ciudades, y el vacío o el anonimato se parecen a una copa que se desborda en cualquier esquina. Esa fue una de las angustias que Federico García Lorca aprendió en el París de Baudelaire. Le sirvió mucho para entender el caminar de la gente en Nueva York.

La multitud es un conjunto de soledades. Cada cual con su silencio, su dolor, su secreto, su pasado y sus zapatos. Articular un amor, una ilusión colectiva, no sólo sirve para generar compromisos, sino también para darle sentido a la propia intimidad. “Eres lo más bonito / que he hecho por mí”, escribe la joven poeta Elvira Sastre en su libro Baluarte (Valparaíso, 2014). El desnudo de la amada ilumina su propia conciencia.

Federico García Lorca vivió la crisis de 1929 en Nueva York. Una crisis es algo que afecta a la economía, las ciudades y la propia intimidad. Las multitudes están pobladas por muertos vivientes que caminan aislados en su propio destino. Pero la conciencia del dolor y del amor llega a articular un diálogo, a crear una sociedad. El impulso de solidaridad con las víctimas es un acto de amor propio, una capacidad de entender el dolor ajeno.

García Lorca se subió a la torre más alta de Nueva York, la torre del Chrysler Building, para lanzar su “Grito hacia Roma”. Frente a la Iglesia totalitaria y a la cúpula del Vaticano, exigió una mirada hacia las víctimas. Quería comprender sus soledades. Se fijó en las gentes que luchaban contra las sierpes del hambre, en las carnes desgarradas por la sed, en los negros humillados, en las mujeres ahogadas con aceites minerales y en los muchachos que temblaban bajo el terror pálido de los directores.

El poeta unió la lucha contra las grandes injusticias del capitalismo con la reivindicación del “oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas”. A lo largo del siglo XX, la poesía ha repetido que la emancipación es un compromiso íntimo porque los sentimientos son parte de la historia. Las plazas públicas se construyen con el aire libre de las alcobas. El murmullo de un amor es tan histórico como una guerra, un tratado de paz, el Fondo Monetario Internacional, los gobiernos europeos que trabajan al servicio de los bancos o las urnas que se mantienen con vida en una democracia. La forma en la que asumimos nuestro deseo y nuestros besos forma parte de la resistencia y la liberación.

Luis Cernuda cantó con una libertad firme a la belleza de “Un muchacho andaluz” y defendió la legitimidad de un deseo no controlado por las normas de la Iglesia: “Porque nunca he querido dioses crucificados, / Tristes dioses que insultan / Esta tierra ardorosa que te hizo y deshace”. En el mismo libro, Invocaciones, dibujó el “Soliloquio de un farero”, para escribir sobre el orgullo de quien vive su diferencia y su singularidad como una forma de comprometerse con la dignidad colectiva: “Por ti, mi soledad, los busqué un día; / En ti, mi soledad, los amo ahora”. La verdad personal como un inmenso abrazo que convierte las multitudes en sociedad y las leyes en un marco común de convivencia.

El orgullo gay es un valor compartido en España. Las discusiones sobre el matrimonio de personas del mismo sexo conocieron muchos matices a finales del siglo XX. Estaban los partidarios de los dioses crucificados. Estaban también los cantores de los márgenes, que mantenían una postura contraria a toda norma social. Si la cultura neoliberal alimentaba la ley del más fuerte propia de la mentalidad machista, fomentaba también, en el otro extremo, el descrédito individualista y maldito de lo colectivo. Se prefería cultivar la leyenda del comportamiento antisocial como mandato alternativo.

El movimiento de gays y lesbianas apostó por un orgullo compartido. Fue una lección. Más que santificar los márgenes, quiso emancipar los centros, reivindicar su libertad en nombre de toda la ciudadanía. Supieron decir no en el momento oportuno para trabajar por una sociedad afirmativa. El reconocimiento del otro no sólo es una conquista individual, sino la raíz de la convivencia y de una sociedad sin plusvalía de soledades.

“Eres lo más bonito / que he hecho por mí”, escribe la poeta Elvira Sastre. La ley del matrimonio de personas del mismo sexo es un orgullo común, una bandera multicolor de dignidad pública, lo más bonito que hemos hecho por nosotros y nosotras en este tiempo mezquino de neoliberalismo, en el que las constituciones, los gobiernos y la política se humillan al mandato de los bancos y de la avaricia.

No es lo mismo una acumulación que una suma. Las multitudes saben mucho de soledad. La soledad está superpoblada en las ciudades, y el vacío o el anonimato se parecen a una copa que se desborda en cualquier esquina. Esa fue una de las angustias que Federico García Lorca aprendió en el París de Baudelaire. Le sirvió mucho para entender el caminar de la gente en Nueva York.

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