España ha experimentado durante los últimos años una fuerte crisis que ha generado un renacido interés por la política. La política ha salido de sus cauces ordinarios y ha conquistado espacio en las televisiones, en el mercado editorial, en las redes sociales, en la calle y en las conversaciones cotidianas de los ciudadanos. Era inevitable que, en estas circunstancias, se haya prestado una mayor atención a quienes pudieran aportar algo de conocimiento sobre cuestiones políticas, es decir, a los científicos sociales y, en especial, a los politólogos (o científicos políticos o como quiera llamárseles). Algo similar ocurrió con los economistas durante los primeros años de la crisis económica.
La participación de los politólogos en nuestro debate público ha estado muy centrada en la interpretación y análisis de encuestas. Ante la incertidumbre sobre los cambios en el sistema político, se ha recurrido a los expertos en opinión pública para que arrojaran algo de luz sobre el alcance de los nuevos partidos y sus posibles resultados en las urnas. La concentración de elecciones entre 2014 y 2016 ha hecho que las encuestas (y con ellas politólogos y sociólogos) tuvieran un gran protagonismo.
En la medida en que las encuestas no son instrumentos infalibles de medición, sobre todo cuando el sistema político entra en fase de inestabilidad y resulta por tanto muy difícil anticipar el comportamiento de la gente en condiciones inéditas, muchos han concluido que las ciencias sociales, o al menos la ciencia política, son saberes espurios, sin base alguna, y sus practicantes, los politólogos, unos impostores.
En un país como el nuestro, en el que se valora tanto la afirmación tajante y categórica, han ido surgiendo aquí y allá juicios sumarios de autores que, con un conocimiento muy superficial de la materia, pontifican sobre la cuestión, aprovechando los fallos de las encuestas para llegar a conclusiones grandiosas sobre lo que sabemos y lo que no sabemos acerca del funcionamiento de la política.
Me gustaría contribuir a corregir ese tipo de juicios. Ante todo, como ha señalado Jordi Muñoz en un artículo con el que no puedo estar más de acuerdo, debería quedar claro que la ciencia política es mucho más que el análisis de datos de encuesta y el comentario sobre la actualidad (estrategias de los partidos, calidad de los liderazgos, opiniones de los ciudadanos sobre los temas del momento, etc.). Los temas de los que se ocupa la ciencia política son bastante más amplios que estos. Sin ánimo de ser exhaustivo en absoluto, creo que puede ser útil enumerar algunos hallazgos sólidos, para que el lector se haga una idea de lo que da de sí el análisis sistemático de los fenómenos políticos. Con un conocimiento, aunque fuera solo superficial, de este tipo de regularidades, se evitarían muchos de los dislates de nuestro debate público.
- Las democracias no entran en guerra entre sí (tesis de la paz democrática): las guerras entre Estados siempre se producen entre dictaduras o entre dictaduras y democracias, pero nunca entre democracias.
- La democracia es indestructible en países que consiguen una renta per cápita superior a la de Argentina en 1976 o, de otra manera, Argentina en 1976 ha sido la democracia más rica en la que hubo una involución autoritaria.
- Las hambrunas solo se producen en países autoritarios, las democracias, incluso las muy pobres, evitan las hambrunas.
- Las guerras civiles no se producen en países desarrollados, en los que el Estado es poderoso y el coste de oportunidad de iniciar una vía insurreccional es elevado desde el punto de vista económico.
- Las democracias presidencialistas son más inestables que las parlamentarias. Aunque hay mucho debate sobre las razones de este hallazgo, no hay duda de que las democracias de los países presidencialistas duran menos por término medio que las de los países parlamentarios.
- El sistema electoral mayoritario tiende a generar bipartidismo. Este hallazgo, conocido como Ley de Duverger, establece una relación muy estrecha entre el sistema electoral y el sistema de partidos políticos.
- Las sociedades con mayores fracturas y divisiones internas tienen un mayor número de partidos políticos.
- Los países más desiguales y más heterogéneos redistribuyen menos. Si hay grandes diferencias de recursos o divisiones culturales dentro de un país, hay menos intereses comunes en la población y eso dificulta el reparto de la riqueza.
- Las democracias no producen ni mayor igualdad ni mayor crecimiento económico que las dictaduras.
- Los países menos corruptos son países más desarrollados, más igualitarios y con ciudadanías bien informadas.
Todos estos hallazgos (y otros muchos que se podrían citar) son fruto de múltiples investigaciones que han requerido reunir datos comparados y analizarlos sistemáticamente mediante técnicas estadísticas. Por supuesto, no se trata de verdades tan sólidas como las que se establecen en algunas ciencias naturales. En las ciencias sociales siempre hay excepciones, los datos no tienen la precisión requerida y las regularidades observadas podrían cambiar. Pero aun reconociendo todo esto, se trata de un conocimiento más valioso que la mera opinión o la intuición basada en unas pocas anécdotas.
España ha experimentado durante los últimos años una fuerte crisis que ha generado un renacido interés por la política. La política ha salido de sus cauces ordinarios y ha conquistado espacio en las televisiones, en el mercado editorial, en las redes sociales, en la calle y en las conversaciones cotidianas de los ciudadanos. Era inevitable que, en estas circunstancias, se haya prestado una mayor atención a quienes pudieran aportar algo de conocimiento sobre cuestiones políticas, es decir, a los científicos sociales y, en especial, a los politólogos (o científicos políticos o como quiera llamárseles). Algo similar ocurrió con los economistas durante los primeros años de la crisis económica.