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Que cada uno se haya llevado su parte les ha hecho perder a todos

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"No hay manera más ruin de sentirse ganadores que conformarse con perder menos que el adversario"

En la famosa guerra del taxi ocurre lo que en todas las demás: nadie tiene la razón al cien por cien, cada uno barre para casa, algo lógico, cuando se está jugando su medio de vida, y algunos pierden una buena parte de las razones que están de su parte cuando las manifiestan de un modo violento. Porque eso, se mire como se mire, no admite dudas: se puede tener razón, pero no en propiedad; se pueden exigir derechos, pero no a golpes. O sea, que la manera de que esto eche a rodar, no es pinchándole las llantas a la competencia.

En España, los transportes alternativos al taxi, por ejemplo los llamados autoturismos y servicios especiales o de abono, existen desde hace mucho, y uno y los otros no habían tenido excesivos problemas de convivencia. Quedaba claro qué servicios podían prestar en cada caso y no se planteaban grandes problemas. Cuando en los años setenta se modernizó el reglamento que afectaba a todos ellos, no fueron muchos los que aceptaron la oferta de pasarse del gran turismo al taxi, señal de que estaban bien como hasta entonces. En el año 2009, la polémica Ley Ómnibus, que modificaba diversas leyes para promover el libre acceso a actividades del servicio público, empezó a sembrar la discordia que hoy ha paralizado las calles de Madrid y Barcelona y provocado disturbios, enfrentamientos, huelgas, detenciones y arrestos. Un caos.

El problema se empezó a hacer serio con el desembarco en España de multinacionales altamente sospechosas, porque en otros países donde se han establecido, tras monopolizar el sector se dedicaron a subir sus precios de forma escandalosa, gracias a su tramposo sistema de tarifas variables que, dicho en plata, significa que cuanto mayor es la necesidad del cliente, más va a tener que pagar por que lo lleven. Eso ya ocurre aquí y ahora: unas veces hacen rebajas para que el taxi no pueda competir con ellas y cuando las circunstancias del tráfico los hacen más necesarios, se suben a la parra. Lo malo de la ley de la oferta y la demanda es cuando las dos las maneja el que cobra.

La temperatura del conflicto subió hasta la zona roja con el aumento de coches VTC en las calles. Por un lado, no se respeta la proporcionalidad establecida. Por otro, llueven las acusaciones de competencia desleal y prácticas invasivas, unas irregularidades que van desde la búsqueda o aceptación de clientes recogidos en la vía pública, cuando sólo deben acudir donde les reclame el viajero con una llamada o usando el geolocalizador de su móvil; hasta el acaparamiento tramposo de las zonas de espera de estaciones de tren y aeropuertos, donde algunos conductores llegan a dormir en sus vehículos, para tener asegurado por la mañana un buen puesto. Si un policía les pide su hoja de ruta, que es un documento obligatorio, siempre tendrán una que justifique que estén ahí.

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Además, es cierto también que el agravio comparativo existe en varios aspectos: uno importante es que los taxistas están obligados a hacer unas libranzas y unos turnos, y a descansar un determinado número de horas al día y una cantidad de días a la semana, mientras que los chóferes de los VTC no tienen límites en ese terreno. Para su desgracia, hay que añadir, porque ellos también son víctimas de esta batalla, se dejan la vida al volante, en jornadas infinitas, y a cambio de novecientos euros mensuales. Las empresas para las que trabajan les exigen facturar un mínimo de 3.000 euros mensuales, y al que no cumple, normalmente lo despiden. Para alcanzar esa cantidad, se tienen que multiplicar y no pueden permitirse un respiro. Pintar una diana encima de esa gente y llegar a agredirlos, es un disparate monumental.

Pero aquí parece que el problema no es el que se ve, sino otro que fluye por debajo, como una corriente de agua subterránea. Y esa cuestión nuclear es la de las licencias y la especulación a las que se las ha sometido a o largo del tiempo. Cada una de ellas, cuando la concede un ayuntamiento, vale menos de cuarenta euros, pero se han llegado a traspasar por doscientos mil, un modelo de explotación que, por cierto, se repite ya en los VTC, y que estaba encaminado a constituir una especie de pensión o jubilación extraordinaria, porque lo era la revalorización que conseguía su propietario. Unos más que otros, dependiendo de por cuánto les hubiera salido a ellos. La pregunta es ésta: ¿por qué las corporaciones no hicieron algo tan sencillo como dar las licencias y exigir su devolución al retirarse el beneficiario, quizá permitiendo que, en todo caso, la heredara un familiar directo, para seguir adelante con el negocio? Pues también es muy fácil de explicar: porque el ayuntamiento se llevaba sus ciento cincuenta mil pesetas con cada traspaso. Es decir, que aquí pasa lo de siempre, que el hecho de que cada uno se lleve su parte no hace que ganen todos, sino que se forme una burbuja cada vez más grande cuyo único futuro es estallar. En nuestro país, sabemos mucho de eso: aquí el que pregunta qué hay de lo mío y recibe su tanto por ciento, mira para otra parte.

El resultado de todo esto podría ser el ideal de ese sistema que llamamos de libre competencia: que cada rival aprendiese lo bueno del otro y ambos mejoraran. Pero lo que ocurre es lo contrario, hay más energúmenos que argumentos, muchas personas ven peligrar su trabajo y el pan sobre sus mesas, y otras se ven perjudicadas por los paros, los cortes de carreteras y los bloqueos y paralizaciones de la ciudad. Antes, todos ganaban; ahora, todos perdemos. Igual en las altas esferas alguien decide tomar cartas en el asunto y hacer algo que no sea pedir su ración del pastel, en lugar de pasarse la pelota de unos a otros porque nadie la quiere encima de su tejado. Con suerte, llegará un día en que se acuerden de que esos vehículos llevan atornillada una placa que dice: S. P. Porque son eso, un servicio público, muy importante, que da a mucha gente de comer y ayuda a otra a llegar a tiempo a sus compromisos. Yo, para hacer eso, paro un taxi.

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