LA PORTADA DE MAÑANA
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El Gobierno recompone las alianzas con sus socios: salva el paquete fiscal y allana el camino de los presupuestos

La lluvia es inocente, no quienes la envenenan

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Es fácil de explicar, por mucho que haya quien no lo puede o quiere entender: la raya en el suelo es la de la violencia y a partir de ahí ya no hay democracia. Lo sucedido durante la visita de los reyes, el presidente del Gobierno y el de la Generalitat valenciana a las zonas más golpeadas por la dana que ha llenado España de dolor, lágrimas e indignación comprensible, es el resultado de las continuas llamadas al odio que se hacen desde la ultraderecha y, lamentablemente, desde la derecha sin ideas que encabeza el gran fiasco de la política de los últimos tiempos, que es el líder del Partido Popular, un hombre que llegaba envuelto con la vitola de los estadistas y con un supuesto perfil de moderación y capacidad de diálogo pero que, en cuanto ha tenido que saltar al ruedo del Congreso y salir de una Galicia donde, al parecer, lo tenía todo atado y bien atado, incluidos los contratos de su familia con la Xunta y sus relaciones de amistad íntima con narcotraficantes, contrabandistas y demás ralea, resulta que el hechizo se ha deshecho y él se ha puesto en evidencia una y otra vez: entregándose a los extremistas a cambio de  un puñado de autonomías y ayuntamientos; mintiendo sin tregua y sin medida; lanzando discursos polarizadores con el único objetivo de sembrar la cizaña; insultando y degradando cada vez que abre la boca a Pedro Sánchez hasta convertirlo, a ojos de los más fanáticos, en una diana sobre la que disparar o una espalda donde descargar un golpe con una pala; diciendo o haciendo decir a sus subalternos que al presidente del Gobierno hay que echarlo “como sea, sin renunciar a nada”; haciendo el ridículo, hoy sí y mañana también, con monólogos, disparates y trabalenguas que hacen a M. Rajoy parecer Séneca; mostrándose incapaz de controlar la ola retrógrada que encabezan Díaz Ayuso y su equipo, a quienes parece tener un miedo incontrolable; paseándose por Europa para intentar torpedear ayudas económicas y lanzar bulos injustificables por los que más de una vez le han puesto la cara colorada; presentándose, en fin, para acabar una retahíla que sería fatigosa, en el lugar del drama para lanzar veneno contra La Moncloa, con una falta de altura ideológica  y moral que hace que nos echemos a temblar sólo de imaginarlo al mando.

En la gestión de la catástrofe anunciada hay un único máximo culpable y se llama Carlos Mazón, que se mostró absolutamente inepto antes de la riada y, tras ella, de una cobardía que da vergüenza ajena

En la gestión de la catástrofe anunciada hay un único máximo culpable y se llama Carlos Mazón, que se mostró absolutamente inepto antes de la riada y, tras ella, de una cobardía que da vergüenza ajena. Pasó de no hacer nada de lo que tendría que haber hecho a culpar al Gobierno de no ocuparse de ello, cuando era su responsabilidad. Hace, por lo tanto, lo mismo que hizo la presidenta de la Comunidad de Madrid con las residencias de ancianos y sus 7291 víctimas: ser de un cinismo no se sabe si patológico, estratégico o las dos cosas. Pero la incompetencia y la hipocresía no son lo peor de esta clase de personajes, sino su capacidad destructiva. El caso es que Mazón, que aún sigue sin asumir sus errores ni dimitir del cargo que, a todas luces, le queda grande, nada más llegar a la presidencia, de la mano de los ultras, se cargó la Unidad Valenciana de Emergencias (UVE) y presumió de ello; luego cerró los organismos de estudios del cambio climático, porque no hay bárbaro que no sea negacionista y, tal vez, porque había que recalificar terrenos junto al mar que mañana se llevarán las crecidas del Mediterráneo pero hoy serán una mina de oro. A continuación, ignorando las alarmas de la AEMET, esa a la que su partido, por ejemplo el alcalde de la capital, Martínez Almeida, ridiculizaba y pedía más tino en sus predicciones; a las siete y media de la mañana esta ya había anunciado lo que venía y él no compareció hasta la una de la tarde y para decir que a eso se las seis el temporal amainaría. Luego, se ha dedicado a echar más fango al fango y a pretender quitarse de en medio para señalar al Gobierno. Si su absentismo, su falta de luces y su desprecio por la ciencia han tenido los insoportables resultados que ya sabemos, le quedan, eso sí, los medios que ocultan que en su visita a Paiporta lo que pedía a gritos la gran mayoría de los vecinos era su dimisión, que la protesta llevaba su nombre y sus apellidos.

La raya roja de la violencia se ha cruzado allí de forma intolerable y quienes creemos en el Estado de derecho esperamos que los jueces y las fuerzas del orden actúen en consecuencia: no puede ser que las calles sean de los matones. Ni que la policía, que ha quedado retratada en ese suceso, los deje hacer. Al menos, la que estaba allí, imaginamos que de forma numerosa, y a sabiendas de que la algarada estaba organizada por grupos neonazis que iban allí, no a ayudar, sino a enervar, a crear el caos. El colmo del asco lo dan quienes acusan ahora al presidente Sánchez de huir y no dar la cara: es el argumento característico de todos los matones, que primero golpean y luego ridiculizan; si te quejas, eres un chivato. Y Feijóo, sin decir una palabra. La lluvia es inocente, pero no quienes la envenenan.

Es fácil de explicar, por mucho que haya quien no lo puede o quiere entender: la raya en el suelo es la de la violencia y a partir de ahí ya no hay democracia. Lo sucedido durante la visita de los reyes, el presidente del Gobierno y el de la Generalitat valenciana a las zonas más golpeadas por la dana que ha llenado España de dolor, lágrimas e indignación comprensible, es el resultado de las continuas llamadas al odio que se hacen desde la ultraderecha y, lamentablemente, desde la derecha sin ideas que encabeza el gran fiasco de la política de los últimos tiempos, que es el líder del Partido Popular, un hombre que llegaba envuelto con la vitola de los estadistas y con un supuesto perfil de moderación y capacidad de diálogo pero que, en cuanto ha tenido que saltar al ruedo del Congreso y salir de una Galicia donde, al parecer, lo tenía todo atado y bien atado, incluidos los contratos de su familia con la Xunta y sus relaciones de amistad íntima con narcotraficantes, contrabandistas y demás ralea, resulta que el hechizo se ha deshecho y él se ha puesto en evidencia una y otra vez: entregándose a los extremistas a cambio de  un puñado de autonomías y ayuntamientos; mintiendo sin tregua y sin medida; lanzando discursos polarizadores con el único objetivo de sembrar la cizaña; insultando y degradando cada vez que abre la boca a Pedro Sánchez hasta convertirlo, a ojos de los más fanáticos, en una diana sobre la que disparar o una espalda donde descargar un golpe con una pala; diciendo o haciendo decir a sus subalternos que al presidente del Gobierno hay que echarlo “como sea, sin renunciar a nada”; haciendo el ridículo, hoy sí y mañana también, con monólogos, disparates y trabalenguas que hacen a M. Rajoy parecer Séneca; mostrándose incapaz de controlar la ola retrógrada que encabezan Díaz Ayuso y su equipo, a quienes parece tener un miedo incontrolable; paseándose por Europa para intentar torpedear ayudas económicas y lanzar bulos injustificables por los que más de una vez le han puesto la cara colorada; presentándose, en fin, para acabar una retahíla que sería fatigosa, en el lugar del drama para lanzar veneno contra La Moncloa, con una falta de altura ideológica  y moral que hace que nos echemos a temblar sólo de imaginarlo al mando.

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