Los niños palestinos tampoco se iban a morir de todas formas

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La política de hoy no admite prisioneros y está llena de gente maleducada y, en ocasiones, desalmada, al menos en lo que se ve, en su vertiente pública, la otra quién sabe, nadie conoce a nadie. Sin embargo, algo malo debe de haber en quien no es capaz de demostrar la más mínima empatía hacia los demás, sobre todo a quienes considera sus enemigos, que son cualquiera que se interponga entre ella o él y sus ambiciones. He escrito en algún libro que al poder no se asciende, sino que se repta, y algunos me han afeado, con toda la razón, que generalice; pero es que uno ve hacer y decir tales cosas a quienes defienden a capa y espada su cargo y su despacho, que llega a preguntarse si existe un modo amable de ejercerlos y ocuparlos, o una vez que te dan el acta y un par de palmadas en la espalda, la vista se nubla y la moral se oscurece. Con ciertas personas, da la impresión de que la respuesta es que sí.

Mientras las imágenes del atroz genocidio que está cometiendo el Israel de Netanyahu contra el pueblo Palestino estremecen al mundo y quiebran hasta los ojos más fríos, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, justifica sin un matiz los bombardeos de Gaza y Líbano, reduciéndolos a una mera batalla contra el terrorismo. “No puedes pedirles que pongan fin a Hamás o Hezbolá con flores”, sostiene. Sólo le faltó decir que da igual que asesinen a unos civiles que, de todas formas, “se iban a morir igual” —pero no “se” murieron, “los murieron”, que diría el poeta Juan Gelman—, como soltó cuando le apretaron con los residentes que ella o su Gobierno, para el caso es lo mismo, impidió que se salvaran en gran medida en los hospitales y dejó morir encerrados en sus habitaciones de los geriátricos, sin asistencia y sin consuelo. Claro, a quién se le ocurre pensar que iba a tener con los niños ajenos la piedad que no tuvo con sus propios ancianos, porque eran su responsabilidad, de la que intentó huir culpando al entonces vicepresidente Iglesias, el mismo contra el que su partido organizaba tramas de espionaje ilícitas. Lo que hizo ella lo ha definido en una reciente entrevista el juez Castro: “Una canallada.” Otra jueza, de la localidad de Villalba, acaba de reactivar contra ella y su Ejecutivo la causa por el llamado Protocolo de la Vergüenza. Ese río de tinta y esa cifra, siete mil doscientos noventa y uno, la perseguirán donde vaya.

Mientras el genocidio que está cometiendo Israel contra el pueblo palestino estremece al mundo, Isabel Díaz Ayuso justifica los bombardeos de Gaza y Líbano reduciéndolos a una mera batalla contra el terrorismo

Para desviar la atención o porque lo otro no le interesa, ahora les ha dado por extender en sus comparecencias públicas, a ella y a sus correveidiles, pobres, una teoría de la conspiración según la cual “los comunistas” están incitando a nuestras chicas y chicos a drogarse, porque “quieren una juventud sin futuro que vaya directa a la subvención.” Pues si ese es el futuro, al menos que les enseñe a montárselo tan bien como ella, que en el chiringuito que le montó su maestra Esperanza Aguirre se llevaba cuatro mil doscientos diecinueve euros al mes. Con eso, sin duda, les daba para alquilarse un piso y lograr independizarse, algo que con el neoliberalfascismo que ella defiende, su combate contra el alquiler regulado y la apuesta de su formación por entregarle viviendas de protección oficial a los fondos buitre, se  pone un poco más así como de color hormiga.

La política de hoy no admite prisioneros y está llena de gente maleducada y, en ocasiones, desalmada, al menos en lo que se ve, en su vertiente pública, la otra quién sabe, nadie conoce a nadie. Sin embargo, algo malo debe de haber en quien no es capaz de demostrar la más mínima empatía hacia los demás, sobre todo a quienes considera sus enemigos, que son cualquiera que se interponga entre ella o él y sus ambiciones. He escrito en algún libro que al poder no se asciende, sino que se repta, y algunos me han afeado, con toda la razón, que generalice; pero es que uno ve hacer y decir tales cosas a quienes defienden a capa y espada su cargo y su despacho, que llega a preguntarse si existe un modo amable de ejercerlos y ocuparlos, o una vez que te dan el acta y un par de palmadas en la espalda, la vista se nubla y la moral se oscurece. Con ciertas personas, da la impresión de que la respuesta es que sí.

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