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“Las banderas cambian, pero el dinero es del mismo color para todos”.
Además de muy conocida, la sentencia de Mark Twain “un banquero es alguien que te regala un paraguas cuando hace sol y te lo quita en cuanto empieza a llover”, es una frase de acero inoxidable, sigue estando cargada de razón y tan vigente como si la tinta con la que fue escrita aún siguiera húmeda. Si acaso, en la era del neoliberalismo se podría añadir que además de exigirte que se lo devuelvas te cobrará por el préstamo diez veces más de lo que vale. El autor de Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn no solo escribe cada día mejor, sino que fue un gran adivino y se vio venir que al final la ley del mercado y la del embudo serían lo mismo con dos nombres diferentes. O tal vez es que no hay forma más segura de profetizar el futuro que atender a los mecanismos de la condición humana, que se repiten porque en este mundo cambian las estrategias, los discursos y las armas, pero el enemigo siempre es el mismo: alguien que lucha a favor de la desigualdad y cuya única estrategia para conseguirla es hacer que quienes lo poseen ya casi todo acumulen un poco más y los que no tienen nada pierdan otro poco. Nueve de cada diez veces, el dinero y el poder también son las dos caras de una moneda que no tiene cruz para que cuando la tiran al aire, caiga del lado que caiga, ellos siempre ganen y el resto pierda.
La frase de Mark Twain, por añadidura, es multiusos, no sirve únicamente para banqueros, podría aplicarse sin problemas, por tomar un ejemplo reciente, a las compañías energéticas, cuya idea despiadada del negocio acabamos de comprobar con motivo de la ola de frío que sepultó España bajo una hermosa capa de nieve y temible losa de hielo. En esos días, cuando las calefacciones se hicieron más necesarias que nunca, el precio de la electricidad fue el más alto de la historia de nuestro país y se convirtió en el segundo más caro de Europa, tras el Reino Unido. El gas también se puso por las nubes en cuanto empezó el temporal, momento en el que pasó a cobrarse con una tarifa casi tres veces más alta que en el resto del continente. La disculpa fue que al estarse consumiendo mucho las empresas que lo comercializan tenían que comprar más. O sea, que la avaricia rompe el saco, pero no las carteras y bolsos de Loewe, o cualquier otra marca por el estilo.
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Firmas como Naturgy, que se hace de oro aquí y en Argelia, en un sitio con contratos públicos y en el otro no, incrementaron en esos días sus beneficios con muchos ceros a la derecha al mismo tiempo que le cortaban la luz y condenaban al frío y la oscuridad a los vecinos de la Cañada Real, en Madrid, con la disculpa de que algunos traficantes robaban luz de los tendidos eléctricos para calentar con grandes lámparas sus plantaciones de marihuana. Eso sí, para compensar, la misma compañía se adjudicó de forma simultánea el contrato del suministro eléctrico del hospital de emergencias Isabel Zendal, una tarea para la que la Comunidad y su presidenta Ayuso, en esta ocasión, no pidieron empresarios voluntarios, ni instalaciones de balde, como hacen con el personal sanitario, los rastreadores y demás.
¿Por qué ningún Gobierno hasta ahora ha puesto límites a la avaricia desmedida de unas energéticas cuyos jefes llegan a tener un sueldo de cuarenta y cinco mil euros diarios? ¿Por qué no le cortan las alas a quienes practican la usura con un producto que obviamente es de primera necesidad? Sin duda, porque ninguno ha querido tampoco cerrar de un portazo las puertas giratorias, esas que el hoy vicepresidente Pablo Iglesias definió como un mecanismo de “corrupción legalizada” y una “humillación a la democracia”, porque constituyen entradas secretas, reservadas para que algunos cargos públicos vayan del Consejo de Ministros a un consejo de administración, entre ellos los presidentes Felipe González y José María Aznar. El PP, de hecho, llegó a penalizar de forma inmisericorde, bajo el mando de Mariano Rajoy, el uso de energía solar, un acto de puro sabotaje en el país con más horas de sol de nuestro entorno. Y tampoco han llegado las soluciones de más allá de nuestras fronteras, se hizo ruido, pero nunca hubo nueces en la cesta. En 2016, el Parlamento Europeo pidió que se investigara “si hay algún tipo de correlación entre una presencia elevada de políticos y exministros en los consejos de administración de las empresas energéticas y las prácticas de los oligopolios del sector en algunos Estados miembros». La cosa quedó en nada. Tres años más tarde, en 2019, el Consejo de Europa recomendó a España “vigilar las puertas giratorias” y “mejorar su marco legal para evitar la corrupción” que entraba y salía por ellas. Otra vez el tiro fue al agua y el barco pirata siguió navegando.
“Podemos no nos va a expropiar”, dijo la cúpula directiva de Endesa cuando se formalizó el actual Ejecutivo de coalición. Claro que no, cómo iba a hacerlo, si ni siquiera ha podido, si es que lo ha intentado, evitar que otro par de antiguos ministros socialistas ocupen silla en la sala de juntas de Enagás, con una retribución de ciento sesenta mil euros anuales. Allí coincidirán, por cierto, con dos colegas del PP y un ex presidente de Alianza Popular. Las banderas cambian, pero el dinero es del mismo color para todos.
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