Las leyes son fruto de una época y de una acción política. El PP, tan crítico con la legislación ad hoc, aprobó la ley mordaza en solitario frente a todos los grupos parlamentarios en 2014. La norma nació para frenar las movilizaciones sociales y reforzar la actuación de la policía a riesgo de dejar un espacio abierto a la vulneración de derechos fundamentales. El contexto era la crisis más profunda en democracia. Y la intención era presionar a convocantes y manifestantes para quitarles las ganas de salir a la calle. Los partidos de izquierdas prometieron entonces derogar la ley en cuanto llegaran al poder. Ocho años después, en el minuto-resultado de las negociaciones y la crónica parlamentaria, faltan apoyos. Ocho años después, a punto de cerrar la legislatura, la coalición da por seguro que lo conseguirá.
No debería ser de otra manera. El Gobierno salió de la condena unánime de corrupción que desbordó al PP de Mariano Rajoy. Pero la gesta y el sustrato venían del revulsivo social contra los desahucios y el ciclo de reivindicaciones que avanzaron hasta bien entrado el año 2015. De esas dos señas de identidad política viene el compromiso con las normas estrella que están pendientes. La Ley de Vivienda y la ley mordaza son dos legislaciones necesarias para que el Gobierno cierre la hoja de servicios de este ciclo. Un legado irrenunciable que se ha ido empujando hasta llegar a los últimos minutos del partido.
La importancia de acabar con la ley mordaza pasa por derogar decenas de artículos que limitan derechos civiles. Pasa por revertir el espíritu de criminalización de la protesta y una legislación que cuando vienen mal dadas es muy lesiva. Como olvidamos las crisis y sus efectos, para comprender la relevancia de derogarla hay que recordar qué contiene y qué seguiría en vigor si decae.
Por destacar lo más flagrante, en un procedimiento, la declaración de los policías goza de veracidad. Demostrar que no has desobedecido a un agente es prácticamente imposible. Fue el caso del exdiputado Alberto Rodríguez, condenado por pegar a un policía en una manifestación de hace casi una década. Sin testigos, sin imágenes y sin parte médico, la palabra del agente sirvió para condenar al político. La ley mordaza permite cierta impunidad ante posibles abusos. Con el nuevo texto, el relato policial debe tener lógica, coherencia y racionalidad.
Tampoco se podrá sancionar libremente a quien organice o convoque manifestaciones y reuniones. El artículo 21 de la Constitución recoge incluso que este derecho no necesita autorización previa. La mordaza, además de permitir sanciones sin autorización, tenía una trampa impúdica. Dejó de ser delito para ser sanción, de lo penal a lo administrativo. ¿Qué significó eso? Los convocantes de casi cualquier acto podían cargar con la multa y la responsabilidad de terceros. Ahogados por las sanciones —de eso se trataba—, los movimientos sociales se dedicaron a recaudar fondos para pagar multas, más que otra cosa.
Las redadas e identificaciones indiscriminadas van a ser más difíciles. Con el acuerdo actual, el agente policial necesitará sospechas razonables. Y como toda mala praxis sin consecuencias queda en el limbo, las identificaciones por sexo, raza, identidad, lengua o género tendrán sanción disciplinaria. Esto se traduce en que si un inmigrante es identificado mientras pasea por la calle, de noche, y sin razón aparente, el agente tendrá que dar explicaciones. La identificación policial clara y visible estará recogida por primera vez en una ley orgánica. Tampoco podrá haber impedimentos para grabar las actuaciones policiales o pedir sus imágenes. Y como el lenguaje es importante, la tranquilidad social a la que apela la ley mordaza pasará a ser convivencia, el fin al que debe servir una Ley de Seguridad Ciudadana.
Recuperar una regulación en materia de seguridad que garantice el ejercicio de los derechos fundamentales es un equilibrio al que debe responder la nueva ley
Los tres escollos de las negociaciones del PSOE y UP con Bildu y ERC pasan por la delimitación del atentado y respeto a la autoridad, el uso de las pelotas de goma y las devoluciones en caliente. Éstas fueron legitimadas por la justicia europea pero no están por encima del derecho de asilo; por otro lado, no debería costar buscar una alternativa al uso de los proyectiles de goma cuestionados y prohibidos en otros países. Se señala al PSOE por el temor a que salgan a la calle los sindicatos policiales, pero el borrador sobre lo que hay consenso ya contempla suficientes puntos a los que seguro responderán los representantes de las Fuerzas de Seguridad, sumidos en su lógica de defender la actuación de los agentes. Y jaleados por el PP, ya hay un buen precedente de Alberto Núñez Feijóo a finales de año.
Recuperar una regulación en materia de seguridad que garantice el ejercicio de los derechos fundamentales es un equilibrio al que debe responder la nueva ley. Un puntal que, ante el próximo ciclo de conflicto social, si un Gobierno conservador quiere volver al modelo mordaza tenga al menos que recurrir al rodillo legislativo que ya utilizó en 2014.
Las leyes son fruto de una época y de una acción política. El PP, tan crítico con la legislación ad hoc, aprobó la ley mordaza en solitario frente a todos los grupos parlamentarios en 2014. La norma nació para frenar las movilizaciones sociales y reforzar la actuación de la policía a riesgo de dejar un espacio abierto a la vulneración de derechos fundamentales. El contexto era la crisis más profunda en democracia. Y la intención era presionar a convocantes y manifestantes para quitarles las ganas de salir a la calle. Los partidos de izquierdas prometieron entonces derogar la ley en cuanto llegaran al poder. Ocho años después, en el minuto-resultado de las negociaciones y la crónica parlamentaria, faltan apoyos. Ocho años después, a punto de cerrar la legislatura, la coalición da por seguro que lo conseguirá.