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Las decisiones del nuevo CGPJ muestran que el empate pactado entre PP y PSOE favorece a la derecha

¿Y si regulamos el 'lobby'?

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Lorena Calderón

Desde que la clase política se situara en el podio de la prestigiosa lista de problemas que mayor preocupación recaba en los ciudadanos, hemos ido contemplando con estupor un desfile de casos de corrupción que afectan a las distintas instituciones que conforman el Estado español. Si nos dispusiéramos hacer un mapa conceptual sobre deshonestidad escribiríamos nombres –que en su día parecían intocables– y que, de no ser por el destape periodístico y judicial, “probablemente en sus pueblos se les recordarían como a cachorros de buenas personas” (como bien canta el maestro Serrat).

El especial Eurobarómetro del 2013 revela que el 63% de los encuestados se consideran afectados personalmente por la corrupción en sus vidas cotidianas, cuando la media europea es del 26%. Por si ello no fuera poco, el ranking que elabora la organización no gubernamental Trasparencia Internacional sitúa a nuestro país en el puesto número 40 sobre percepción de la corrupción, cuando el año pasado estábamos en el 30. Una caída de diez puntos que podría llevar (entre otros) la firma real del partido que gobierna. Que dicho sea de paso son los artífices de la ley 19/2013 sobre transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.

A tenor de los demoledores resultados –y peor realidad– el GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción) advierte en su último informe de la necesidad de prevenir la corrupción en relación con los parlamentarios, jueces y fiscales con el fin de recuperar la confianza pública perdida. Los expertos se muestran preocupados por la opacidad parlamentaria, desprovista de código de conducta, que dicta mucho de reconocerse como trasparente. Con respecto a este punto, el GRECO recomienda hacer público los estudios e informes que motivan las propuestas de ley, los calendarios detallados del proceso legislativo, así como las agendas de trabajo de los diputados y senadores.

Tanto el GRECO como la Comisión Europea (en su último informe de lucha contra la corrupción) destacan la necesaria tarea de hacer trasparente las actividades de los grupos de presión, es decir, de los lobbies. A día de hoy no existe ninguna obligación de que los funcionarios informen sobre sus contactos con los miembros de tales grupos. Lo que sí está previsto por ley es que las comisiones parlamentarias pueden consultar a expertos y representantes de grupos económicos al examinar en comisión los borradores de ley. El GRECO se pregunta qué rol desempeñan todos los grupos que defienden intereses, desde empresas a organizaciones profesionales tales como asociaciones, fundaciones, y sindicatos.

Si se hubiera hecho pública una lista de grupos de presión, –y su influencia en las decisiones del Gobierno–, quizás algunos ejemplos de idas y venidas entre el sector público y el privado se hubiesen evitado. Regular el lobby es una asignatura pendiente para combatir la corrupción, pero desafortunadamente no es la única; agilizar la administración de la justicia, dotar de mayor independencia el Consejo General del Poder Judicial (referida principalmente al proceso de selección de altos cargos), una autonomía real de la fiscalía

Hace cuarenta años dimos nuestro brazo a torcer para que el derecho al voto (que la democracia significaba) nos devolviera lo que tanto nos había arrebatado la dictadura franquista, hoy la corrupción se manifiesta como una neodictadura que genera desconfianza y abstención, y, lo más peligroso, ha conseguido tumbar el valor del voto. Si la sociedad civil responsabiliza (por los vergonzosos casos acaecidos) a las instituciones políticas de la corrupción, sabemos –por tanto– que sólo a través de la política conseguiremos acabar con la corrupción. ¿Votamos?

Desde que la clase política se situara en el podio de la prestigiosa lista de problemas que mayor preocupación recaba en los ciudadanos, hemos ido contemplando con estupor un desfile de casos de corrupción que afectan a las distintas instituciones que conforman el Estado español. Si nos dispusiéramos hacer un mapa conceptual sobre deshonestidad escribiríamos nombres –que en su día parecían intocables– y que, de no ser por el destape periodístico y judicial, “probablemente en sus pueblos se les recordarían como a cachorros de buenas personas” (como bien canta el maestro Serrat).

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