Manuel Chust
es profesor de Historia Contemporánea de América Latina en la Universidad Jaume I de Castellón
Muerto el estadista, se prepara el camino para el mito. Mucho se escribirá estos días, y los siguientes años, sobre la figura del mandatario venezolano, sobre su carisma, sobre sus aciertos y sus fracasos. Sin embargo, lo acontecido estos últimos años va más allá de la inconmensurable figura de Hugo Chávez. La Venezuela de Chávez no se explica históricamente sino a partir de una coyuntura determinada. Y en ella, tanto el personaje como los factores interiores y los exteriores son consustanciales.
Su carisma, su personalidad arrebatadora, su origen zambo pero también su discurso y su proceder conectaron con una buena parte de la población desfavorecida venezolana. Sustrajo de los partidos tradicionales un voto cautivo, movilizó a un voto desanimado por años de corruptelas, a un electorado conscientemente desmovilizado y enarboló la bandera de los más pauperizados. La tasa de abstención entre los sectores populares se redujo considerablemente. Muchos venezolanos se entusiasmaron porque pensaron que Chávez, por vez primera, era “uno de los nuestros”. Lo que para Occidente era analfabetismo –“Pa´lante!” era uno de sus eslóganes–, sobreactuación y palabrería –“Aló, Comandante”, se titulaba su programa diario en televisión–, para muchos venezolanos significó una identificación con “uno de los suyos” por su forma de hablar, de proceder, de vivir. Es decir, les dotó de una identidad común. Por vez primera entendían lo que decía un presidente. No parecía un “político”. Quizá no lo era. En sentido clásico, occidental.
Resacralizó al héroe patrio, Simón Bolívar, con quien dialogaba, le puso voz y reinterpretó sus escritos. Refundó la patria venezolana con su nombre –República Bolivariana– y asumió el rango militar de máxima simbología revolucionaria en América Latina, Comandante, sólo reservado para mitos como el Ché o personajes históricos como Fidel. Puso a Venezuela diariamente en las noticias internacionales. Y el combate interno se recrudeció. La visceralidad de las confrontaciones se dio en todos los ámbitos. Menos en el Ejército, cuya fidelidad lo redujo a una guardia casi personal.
Pero la Venezuela de Chávez hay que explicarla también en el contexto de los cambios políticos acontecidos en América Latina en los últimos 15 años. Atrás quedaron dictaduras, sangrientas represiones y golpes militares. El siglo XXI trajo una ola de procesos electorales y gobiernos de centro izquierda y de izquierda. Las señas de identidad de muchos de ellos mostraron sus vertientes nacionalistas y antiimperialistas. Políticas progresistas que llamaron la atención de Occidente. La resistente Cuba tuvo con quien hablar y también de quien recibir subsidios después de 10 largos años de caída de su lejano aliado soviético. Desaparecido el “peligro” rojo tras el derrumbe del muro de Berlín, Occidente, y no solo Estados Unidos, calificó a estos movimientos de populistas, no de peligrosos comunistas como antaño. Otros “peligros” les sustituyeron y distrajeron su atención, como el fundamentalismo islamista. No se requerían pues, golpes de Estado inducidos, como en el pasado.
Bajo el epígrafe de “populismos” Occidente aglutinó a la Venezuela de Chávez, el Ecuador de Correa, la Nicaragua de Ortega, la Bolivia de Morales o el Brasil de Lula –y ahora de Dilma– sin prestar atención a las notorias diferencias ideológicas, políticas, raciales, étnicas y de recursos que hay entre ellos. La solución de éstos para subsistir consistió en una alianza –aparentemente ideológica y política– que escondía fórmulas de cooperación económicas. Y ahí, la Venezuela de Chávez fue neurálgica. ALBA se llamó esta alianza económico-política, en la que también fue importante que sus nacionalismos no hubieran tenido conflictos históricos ni guerras entre ellos. Y lo que les unió fue el antiimperialismo. Un antiimperialismo reformulado también en el siglo XXI, dado que no solo estaba dirigido contra las empresas estadounidenses que habían acaparado el sector público de estos países, liquidado en los noventa por sus gobiernos neoliberales, sino también dirigido contra el capital español que compró y se enriqueció a su costa. De ahí que las nacionalizaciones afectaran y resucitaran una vieja “enemistad” con España.
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Qué duda cabe de que Hugo Chávez fue el alma mater de todo ello. Y el petróleo venezolano también. Ingentes recursos petroleros –obtenidos por el incremento del precio del crudo– se repartieron en forma de dividendos sociales dentro y fuera del país. Son también innegables las políticas que han reducido la pobreza y que han extendido la sanidad y la educación a sectores populares. Políticas y formas de proceder que desde el principio generaron oposición. Y, sobre todo, confrontación. Importantes sectores de la clase media se vieron afectados por estas medidas, al igual que buena parte de los grupos empresariales, qué duda cabe. Y la visceralidad de la confrontación ha llevado a Venezuela a un clima de permanente tensión política y social.
Y ahora resta la pregunta: ¿es posible una Venezuela chavista sin Chávez? A corto plazo parece probable, en el exiguo tiempo de un mes que señala la Constitución para que el “heredero” convoque elecciones. Es decir, sin resuello no parece posible que la heterogénea oposición que dio cohesión a un frente anti-Chávez pueda recuperar el millón de votos de diferencia de hace unos meses. A medio plazo, el reto del poschavismo es el mismo que durante muchos años afrontaron sus detractores: mantenerse unidos.
Pero, Chávez y su trayectoria, ya se ha hecho un hueco en el Panteón de los Héroes. Bolívar ya tiene con quien hablar.
Muerto el estadista, se prepara el camino para el mito. Mucho se escribirá estos días, y los siguientes años, sobre la figura del mandatario venezolano, sobre su carisma, sobre sus aciertos y sus fracasos. Sin embargo, lo acontecido estos últimos años va más allá de la inconmensurable figura de Hugo Chávez. La Venezuela de Chávez no se explica históricamente sino a partir de una coyuntura determinada. Y en ella, tanto el personaje como los factores interiores y los exteriores son consustanciales.
es profesor de Historia Contemporánea de América Latina en la Universidad Jaume I de Castellón