Da igual con quién habláramos o qué red social abriéramos este pasado fin de semana, que, con casi toda probabilidad, habríamos encontrado algún intercambio, crítica o recomendación de No mires arriba (Don’t Look Up, en su título original). La última película de Adam McKay se ha convertido en una de esas raras ocasiones en las que, en un contexto de creciente segmentación cultural en diferentes plataformas, nos encontramos con un producto al que sentimos asistir no como individuos, sino como sociedad. Este filme merece, por ende, ser examinado no tanto por su valor artístico —probablemente inferior al de The Big Short (2015) o Vice (2018)— como por su relevancia ideológica en tanto que evento monocultural (un fenómeno que, por otra parte, muchos dieron por muerto tras el final de Juego de Tronos).
Resulta divertido comprobar que el largometraje funcionó como una suerte de test de Rorschach en el que cada cual proyectó en la alegoría de la película sus propias fobias. Algo sorprendente si consideramos que uno de los aspectos más criticables del guion es precisamente masticar de más el objeto de dicha alegoría: la inacción frente al cambio climático. Pese a ello, un buen número de anarcocapitalistas y reaccionarios vieron en el meteorito una alegoría del socialismo o las élites biempensantes.
En este sentido, cualquier duda se disipa al leer las entrevistas de McKay sobre el propósito de su largometraje. Como explica, la parábola del meteorito se le ocurre en una conversación con David Sirota, exdirector de discurso de Bernie Sanders, que comparó la indiferencia climática de republicanos y demócratas estadounidenses con un meteorito que no parecía importarle a nadie. Asimismo, el reparto estelar tiene como propósito el llegar a cuanta más gente posible. En otras palabras, McKay busca sensibilizar —si no radicalizar— sobre la inminencia de la crisis climática. Resulta reseñable que el director consiga hacerlo sin caer en el absurdo moralismo individualista, mostrando cómo la inacción respecto al cambio climático no es dejadez o falta de conocimiento, sino la priorización de una serie de intereses económicos de unos pocos sobre la supervivencia del resto de nuestro planeta. A diferencia de lo que sucede con la mayoría de blockbusters, en No mires arriba no hay ambigüedades: los malos son los ultrarricos. Y se salen con la suya.
Por tanto, tras su incontestable éxito y tras contextualizar su génesis, ¿con qué lecciones o ideas del largometraje nos podemos quedar? Sugiero cuatro, de menor a mayor importancia, que no se limitan necesariamente al cambio climático: la importancia de comunicar, la obligación de tomar partido, la necesidad de hacer frente a las grandes corporaciones y la urgencia de atajar la crisis climática.
En cuanto a la primera, vemos en numerosas ocasiones a los científicos Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) y a Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) tratar sin éxito de concienciar de la situación a diferentes políticos, burócratas y periodistas. En un momento dado, Teddy Oglethrope (Rob Morgan), director de la Oficina de Coordinación de Defensa Planetaria de la NASA, advierte a Mindy: “Nada de matemáticas. Cuenta una historia”. Esta incapacidad de explicar ideas complejas de manera sencilla es endémica de la universidad, donde multitud de investigadores excelentes se muestran inútiles a la hora de influir en la opinión pública. Por ejemplo, muchos economistas asumen que exponer las conclusiones de su investigación al público es suficiente para transformar sus preferencias, sin importar que estas estén profundamente arraigadas —como sucede con temas como los efectos de la inmigración o la política fiscal, por citar algunos—. En este sentido, resulta esencial la labor de académicos como Thomas Piketty, Gabriel Zucman, Mariana Mazzucato o Michael Sandel, capaces de cuestionar consensos a través de la divulgación, o la labor que algunos think tanks llevan a cabo para traducir en políticas públicas los últimos avances en investigación. De nada nos sirven los académicos encerrados en sus torres de marfil.
El director acierta con su burla: la equidistancia solo sirve para otorgar el mismo valor moral a dos posiciones que rara vez son igual de válidas.
En segundo lugar, la película también destaca la importancia de tomar partido. En uno de los gags más divertidos de la película, cuando la división entre los negacionistas (adeptos del “no mires arriba”) y los comprometidos con parar el meteorito (partidarios del “mirar arriba”) alcanza su punto álgido, aparece un actor de Hollywood (un cameo de Chris Evans) con una flecha que señala arriba y abajo en la solapa. Cuando el entrevistador le pregunta por ella, responde que “como país, es importante dejar de discutir y simplemente llevarse bien”. Aquí McKay se burla de las figuras mediáticas centristas y de la superficial neutralidad que enarbolan frente a cualquier conflicto político. Esta actitud equidistante se puede extrapolar al campo intelectual: lo que en EE. UU. representan personajes como Steven Pinker o Jonathan Haidt, podría ser relevante en nuestro país para académicos como Víctor Lapuente o, con un perfil sensiblemente menos intelectual, Juan Soto Ivars o Daniel Gascón. Por supuesto, también para el espacio que ocupó Ciudadanos —“ni rojos ni azules”— hasta su derechización y descomposición. El director acierta con su burla: la equidistancia solo sirve para otorgar el mismo valor moral a dos posiciones que rara vez son igual de válidas.
Asimismo, respecto a la tercera lección, pese a su carácter de sátira, la película pone de relieve el creciente poder que las grandes multinacionales, como Meta (Facebook), Alphabet (Google), Apple, Microsoft, Amazon o Tesla, han acumulado. Un poder tanto de mercado (con tendencias monopolísticas) como sobre el campo político que está reconfigurando áreas como las relaciones laborales, el funcionamiento de la democracia o la política monetaria. McKay, acostumbrado a retratar diferentes caras del poder (financiero en The Big Short y político en Vice), captura en el personaje de Peter Isherwell (Mark Rylance), multimillonario y CEO de una gran tecnológica, aspectos de Elon Musk, Mark Zuckerberg y Peter Thiel. Aunque el personaje y su influencia sobre la presidenta de los EE. UU., Janie Orlean (Meryl Streep), a la que convence de explotar los recursos del asteroide en lugar de destruirlo, pudiera parecer exagerada, el poder político de las tecnológicas nunca ha sido mayor —superando hoy incluso al de Wall Street—. Las tecnológicas son hoy una de las industrias que más invierten en lobbying en Washington D. C., tan solo comparable a las empresas energéticas o del automóvil. A modo de ilustración, Alphabet (Google) aumentó su inversión en lobbying en entre 2003 y 2016 un 19 150 %, y alquiló en 2013 unas oficinas en Washington D. C. del tamaño de la Casa Blanca a medio kilómetro de la misma. ¿En qué se traduce esta presión sobre el campo político? En desregularizaciones laborales, bajadas de impuestos y flexibilidad en la protección de nuestra intimidad. En otras palabras, el poder de estas multinacionales nos hace tener peores trabajos, peores servicios y peores democracias.
En cuarto y último lugar, el arco narrativo de la película pone el énfasis no solo en la importancia de detener la crisis climática, sino en la urgencia de hacerlo ahora. La película contrapone el cortoplacismo de los tiempos políticos (es este caso, unas elecciones a la vuelta de la esquina) con los seis meses que el mundo tiene para parar al meteorito. Esta crítica de la procrastinación y la falta de atención se extiende también a los medios de comunicación, que tratan de presentarlo de manera amena (a lo que Dibiasky reacciona con un “quizás la destrucción del planeta no tendría que ser divertida; quizás debería aterrorizarnos”). De nuevo, pese a su carácter de sátira, este problema existe: los medios de comunicación están fracasando en su rol de informar sobre el cambio climático y en presionar a los políticos para que expliquen su posición y propuestas respecto al mismo. Como ejemplo, a tenor de los grandes incendios de 2019, Hertsgaard y Pope demostraron cómo “los medios de comunicación perdieron interés en la noticia y, cuando la cubrieron, fueron víctimas de la propaganda de la industria de los combustibles fósiles”. Conociendo el cortoplacismo de los incentivos políticos, la angustia de la segunda mitad de No mires arriba nos recuerda que resulta esencial construir una prensa y una sociedad civil capaces de presionar a nuestros gobiernos, creando —como escribía Manu Romero— alternativas al bloqueo de la imaginación del neoliberalismo.
El tono humorístico del largometraje contrasta con sus últimos minutos: oscuros, sobrios y tristes. Vemos el planeta desaparecer hasta consumir a nuestros protagonistas, conscientes de su inminente final. Tras un silencio, una melancólica canción —interpretada, como no podía ser de otra manera, por Bon Iver— acompaña al espectador entre las ruinas de lo que fue nuestro planeta. De entre esos restos, emerge una nave espacial que transporta a los superricos a otro mundo, recordándonos que, si nuestro planeta sucumbe al cambio climático, ellos tienen ya un plan para no pagar las consecuencias.
Pese a ser una comedia ligera, el contraste del final nos deja con un mal cuerpo que, en lugar de hacernos sentir culpables, nos insta a la acción. Quizás este sea el último evento monocultural que nos interpele de esta manera a todos. Por lo pronto, enfadémonos.
Da igual con quién habláramos o qué red social abriéramos este pasado fin de semana, que, con casi toda probabilidad, habríamos encontrado algún intercambio, crítica o recomendación de No mires arriba (Don’t Look Up, en su título original). La última película de Adam McKay se ha convertido en una de esas raras ocasiones en las que, en un contexto de creciente segmentación cultural en diferentes plataformas, nos encontramos con un producto al que sentimos asistir no como individuos, sino como sociedad. Este filme merece, por ende, ser examinado no tanto por su valor artístico —probablemente inferior al de The Big Short (2015) o Vice (2018)— como por su relevancia ideológica en tanto que evento monocultural (un fenómeno que, por otra parte, muchos dieron por muerto tras el final de Juego de Tronos).