El pasado lunes se viralizaba la enésima salida de tono del streamer El Xokas. En ella, alababa el modus operandi de amigos suyos, que consistía en acudir a discotecas, mantenerse sobrios toda la noche y, tras identificar mujeres muy embriagadas, llevárselas a casa. En otras palabras, estaba alabando —delante de decenas de miles de seguidores— cómo algunos de sus amigos presuntamente violaban a jóvenes de manera premeditada y sistemática.
Esta admiración, que podríamos denominar apología de la agresión sexual, es un claro ejemplo de la cultura de la violación: la noción de que las violaciones no se producen exclusivamente por aspectos individuales del violador, sino también por un grupo o sociedad que normaliza e incluso fomenta ese tipo de abusos. Esta noción emerge en la década de los setenta, pero se consolida como agenda de investigación sociológica en las publicaciones que en los ochenta y noventa estudiaron por qué la prevalencia de las violaciones en algunos campus universitarios estadounidenses era tan alta. Esta miríada de estudios demostró que el número de violaciones dependía en gran medida de las actitudes de los estudiantes hacia las implicaciones de tener relaciones sexuales tras un alto consumo de alcohol. En aquellos casos donde se reducía la violación a asaltos de extraños y se quitaba hierro a violaciones bajo los efectos del alcohol —puesto que nadie puede consentir tener relaciones si está en estado de profunda embriaguez—, las mujeres estaban en mucho mayor peligro.
Pese a que este debate explotó en nuestro país con su expresión más salvaje con el caso de “la Manada”—quienes usaron técnicas no tan diferentes de las que Xokas alababa—, es fundamental recordar que la expresión más preocupante de la cultura de la violación es la menos visible: la que normaliza violaciones en contextos de cotidianidad. Así, los delitos contra la libertad sexual bajo los efectos del alcohol están tan normalizados que cuando las mujeres los sufren, en muchas ocasiones no son conscientes de que han sido víctimas de un abuso o, cuando sí son conscientes, sus allegados no lo reconocen como tal.
Uno puede ser el streamer español en Twitch con más espectadores y adular entre risas cómo su colega se dedica a violar a mujeres cada vez que sale de fiesta, e irse luego de rositas sin que lo puedan “cancelar”
El vídeo del Xokas pone de relieve esta cultura de la violación: por una parte, normaliza la agresión sexual, describiendo acciones constitutivas de delito como “una estrategia para ligar”. Por otra, lo celebra con calificativos como “crack”. Cuando algunas usuarias de Twitter criticaron el clip, esta cultura de la violación quedó plasmada en los comentarios en los que cientos de hombres las insultaban, insistiendo en que era completamente normal. En otras palabras: para gran parte de los usuarios de Twitter, Xokas salía más reforzado que escaldado. La apología de la violación no parece pasar gran factura. Como explica Jen Herranz, comunicadora cultural, “en la industria del entretenimiento de videojuegos, incluyendo la prensa especializada, hay muchos casos de hombres que han cometido abusos contra mujeres y que nunca han perdido su trabajo por ello. En contraste con esto, cuando mujeres en esta industria han denunciado este tipo de comportamientos, han perdido el trabajo o, como poco, han sido hostigadas en redes”. Esto explica, en gran medida, que pocos creadores de contenido hayan denunciado la apología de Xokas. Ante esto, la responsabilidad de condenar al Xokas —a quien ven cada mes millones de personas, sobre todo hombres jóvenes— recae sobre todos nosotros.
Existe, por tanto, una sorprendente distancia entre las quejas de algunos conservadores sobre el riesgo de la cultura de la cancelación —la idea de que por cuestiones nimias pueden organizar una campaña en contra de tu reputación— y las consecuencias reales que estas campañas puedan tener. Uno puede ser el streamer español en Twitch con más espectadores y adular entre risas cómo su colega se dedica a violar a mujeres cada vez que sale de fiesta, e irse luego de rositas sin que lo puedan “cancelar”.
¿Pero por qué cancelar? Idealmente, este tipo de mecanismos sociales no tendrían que ser necesarios si tuviéramos, por una parte, un sistema penal capaz de castigar con todo el peso de la ley cualquier tipo de abuso o agresión sexual y, por otra, unas plataformas que se tomaran en serio la responsabilidad de eliminar contenidos de odio (como, en este caso, odio contra las mujeres). Por lo tanto, es solo ante la inacción de las plataformas y —en caso de ser constitutivo de delito— de la fiscalía que estos procesos de denuncia pública que solemos llamar “cancelaciones” tienen mayor sentido. Un último recurso de justicia.
Por supuesto, existen ciertas reservas a la hora de participar en estos procesos de condena pública, como por ejemplo la presunción de inocencia o la falta de contexto en la que se pueda afirmar algo (como sucedió con Guillermo Zapata, cuyas bromas fueron descontextualizadas). Sin embargo, en el caso de Xokas no se aplica ninguna de ellas: describía con pelos y señales unos hechos que podrían constituir una violación. Además, lejos de retractarse, sus últimas intervenciones solo han ahondado en el argumento de que su amigo no habría hecho nada malo.
Frente a la apología de la violación de Xokas hemos de exigir a Twitch, la plataforma que se lucra con este tipo de contenido, una revisión de sus sistemas de control de contenido. Y, en un caso tan claro de delito, que la fiscalía actúe de oficio iniciando una investigación, puesto que el abuso y la agresión sexual son delitos públicos. No obstante, hasta que todo eso suceda, todo lo que nos queda es dificultar tanto como nos sea posible que Xokas, o quien quiera que se dedique a blanquear este tipo de acciones, participe en la vida pública. Mucho más preocupante, extendida y dañina que la cultura de la cancelación es la cultura de la violación.
Porque sí, hay quien sí merece ser cancelado.
El pasado lunes se viralizaba la enésima salida de tono del streamer El Xokas. En ella, alababa el modus operandi de amigos suyos, que consistía en acudir a discotecas, mantenerse sobrios toda la noche y, tras identificar mujeres muy embriagadas, llevárselas a casa. En otras palabras, estaba alabando —delante de decenas de miles de seguidores— cómo algunos de sus amigos presuntamente violaban a jóvenes de manera premeditada y sistemática.