Hoy día, salvo muy pocas excepciones, no hay régimen político en el mundo que no trate de legitimarse democráticamente, es decir, por el consentimiento del pueblo. Desde ese punto de vista se puede decir que, al menos en teoría, la democracia es incuestionable. Sin embargo, en la práctica, las democracias están siendo discutidas. Lo que ocurre es que las democracias realmente existentes son cuestionadas en nombre de la aspiración a una democracia más auténtica, razón por la cual ese cuestionamiento no produce alarma entre los demócratas.
El rendimiento insatisfactorio de la democracia respecto a la crisis económica, y a la corrupción, ha provocado la aparición de viejas ideas no democráticas que, como infecciones latentes en un cuerpo debilitado, han reaparecido con fuerzas renovadas. La desmemoria propia de los seres humanos, y la juventud de las personas que ahora las encarnan, dan un inmerecido aire de novedad a esas viejas ideas. Sin embargo, la tecnocracia y el populismo, por mucho que hayan cambiado de piel, no son nuevas, y su aparición en un momento de debilidad de la democracia, tampoco lo es.
Una de las cosas que más está debilitando a nuestra democracia es, precisamente, el desconocimiento de los principios que la sustentan. Hace meses, una persona, profesionalmente muy preparada, que se iniciaba en las lides parlamentarias me decía en la cafetería del Congreso de los Diputados que es difícil entender que el voto de un analfabeto valga igual que el voto de un catedrático de universidad. Treinta y cinco años antes, con palabras más sexistas y más clasistas, le escuché hacerse la misma pregunta a un catedrático de mi facultad. “¿Por qué vale igual mi voto que el de la mujer que limpia mi despacho?”, dijo aquel hombre tan preparado en su profesión. La persona que me hablaba en el Congreso daría su vida por defender la democracia, pero sería más útil que, en lugar de morir por ella, conociera uno de sus principios esenciales: la igualdad en el voto.
Lo cierto es que, lo verbalicen o no, a muchas personas se les hace cuesta arriba aceptar que para dar clase a niños de seis años en el colegio del pueblo sea necesario tener una titulación universitaria y, sin embargo, para ser el alcalde de ese mismo pueblo no sea necesario ningún título académico. Son muchas las personas que se preguntan por qué alguien sin estudios universitarios, o sin saber inglés, es diputado, o ministra, cuando jóvenes con doble titulación universitaria y varios idiomas están en paro, o deben marcharse del país a buscarse la vida.
Es posible que quienes se hacen esas preguntas no sospechen, ni por asomo, que el sentido común que las inspira no es un sentido común democrático. La pregunta por el nivel académico de los votantes y de los elegidos no sólo pone en cuestión el principio igualitario en el que se sostiene nuestra democracia, que es el derecho de cualquier ciudadano o ciudadana a elegir y ser elegido, sino que demuestra desconocer qué razones justifican ese principio igualitario. Las razones por las que vale igual el voto de todos y por las que todos pueden presentar su candidatura.
Quienes se hacen estas preguntas, por muy demócratas que se declaren, no tienen fácil defender la democracia del ataque de los tecnócratas y meritócratas. De hecho son estos últimos los que han conquistado la hegemonía del discurso político. Si, hoy día, alguien pusiera un tuit defendiendo que sólo puedan votar o presentarse a las elecciones los ciudadanos y ciudadanas que paguen más de veinte mil euros anuales de IRPF, sufriría un linchamiento digital inmediato, pero si alguien nos dice que sólo puedan presentarse a liderar un partido las personas que hablen dos idiomas extranjeros, no ocurrirá nada, y probablemente mucha gente lo apruebe. Sin embargo, limitar el acceso a los cargos públicos a las personas con cierto nivel educativo no es una forma de mejorar la democracia, sino de limitarla y empequeñecerla, como ocurría con el voto censitario en el siglo XIX.
Una ideología triunfa cuando la sociedad deja de percibirla como ideología y empieza a considerarla como sentido común. Si una persona va a un hotel de gran lujo, le preguntarán por el tamaño de su cartera, pero nadie le pedirá sus credenciales académicas. ¿Se imagina el amable lector, o lectora, que, antes de operarse, alguien le preguntara a su cirujano cuánto dinero tiene en el banco? No, esa pregunta no es de sentido común, nos dirían. Y es que el sentido común en nuestra sociedad es más capitalista, y más meritocrático, que democrático. Si tienes mucho dinero, no te preguntan por tus títulos académicos, porque en el mercado basta con el dinero. Si te presentas a una oposición a un puesto de profesor, no te preguntan por tu dinero, porque en el mundo académico suele bastar con el conocimiento. Sin embargo, si tienes muchos votos te preguntarán por el título académico, y por los conocimientos, y por si has cotizado alguna vez en la vida a la Seguridad Social, porque para mucha gente los votos, por sí solos, no legitiman ninguna jerarquía, ni ningún poder, social. Los años que pasamos en el sistema educativo, los procesos de selección laboral, nos han socializado en los valores meritocráticos antes que en los democráticos. Nuestra sociedad se ha hecho coherentemente meritocrática, pero no se ha hecho coherentemente democrática. De manera casi inconsciente desafiamos cotidianamente la jerarquía, temporal, que nace del voto, en tanto que somos muy respetuosos con otros poderes, u otras jerarquías, como la del dinero o la del conocimiento.
A estas alturas espero haber convencido al paciente lector o lectora de este texto de que los meritócratas están cuestionando la democracia, y con bastante éxito. La pregunta es si, además de éxito, tienen razón. Lo cierto es que el compromiso de la democracia no es que gobiernen los mejores, ni los que tienen más títulos académicos, sino los elegidos por todos. Y, por cierto, la democracia no se basa en la primacía intelectual del pueblo. Lo que atribuye la democracia al pueblo, como su propio nombre indica, no es la razón, sino el poder. Una distinción que no conviene olvidar. Entre las facultades del pueblo en una democracia está el hacerte más poderoso, pero no más listo. Saber que te han dado el poder, pero no la razón, o un conocimiento superior, debería ser un incentivo para que los líderes democráticos usaran el poder de forma más prudente y aceptaran, de buen grado, límites y contrapesos.
Como dice mi admirado amigo el profesor Manuel Zafra, la democracia es el sistema político en el que los no expertos gobiernan a los expertos. Y esto es lo que les resulta imposible digerir a muchas personas que forman parte de una sociedad tan racional y avanzada como la nuestra, o como la griega de hace dos mil quinientos años. Sócrates se preguntaba por qué nadie era escuchado con respeto en la Asamblea de Atenas cuando se atrevía a hablar sobre cómo se debían construir los barcos o los edificios, si esa persona no tenía formación en dichos temas y se conocían sus maestros, y sin embargo, en lo referente al gobierno de la ciudad “aconseja, tomando la palabra, lo mismo un carpintero que un herrero, un curtidor, un mercader, un navegante, un rico o un pobre, el noble o el de oscuro origen, y a éstos nadie les echa en cara, como a los de antes, que sin aprender en parte alguna y sin haber tenido ningún maestro, intenten luego dar su consejo”.
Esta es la pregunta que nos lanza Sócrates a los demócratas, y a esa pregunta responde Protágoras contando un mito: “Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad. Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría el sentido moral y la justicia a los hombres: «¿Las reparto como están repartidos los conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale para muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a todos?» «A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.»”.
Afortunado ejemplo el de la medicina. Nos será útil para entender qué tipo de decisiones son las decisiones políticas. Si le preguntamos a un médico qué especialidad clínica es mejor tener para ser director médico de un hospital, probablemente se quedará sorprendido. ¿Son mejores directores médicos de hospital los neumólogos o los cardiólogos? ¿Los urólogos o los ginecólogos? ¿Los pediatras o los traumatólogos? No hay una respuesta, pero lo más frecuente es que nos digan que la pregunta está mal planteada. Y está mal planteada porque el director médico no se ocupa de curar a los niños, o de examinar la próstata a los varones cincuentones, sino de hacer que la vida del hospital fluya de manera positiva para quienes trabajan en el mismo y para la sociedad. El director médico del hospital, en tanto que tal, no tiene nada que decir sobre una técnica quirúrgica concreta, su tarea es política no técnica. La más joven y brillante neurocirujana recién llegada del mejor hospital de Estados Unidos no será necesariamente mejor directora médica que una veterana cardióloga que ha vivido los conflictos y las esperanzas del hospital durante varios lustros.
Lo mismo ocurre con los rectores de las universidades. Hay que ser catedrático para presentarse a rector, pero ¿sabemos qué especialidad produce los mejores rectores? ¿El Derecho Constitucional o la Macroeconomía? ¿La Psicología o la Estadística? En realidad el rector no forma parte de los tribunales de tesis o de oposición (salvo en los de su especialidad, en los que, obviamente, no está a título de rector), aunque firma los títulos de doctor, junto con el rey, o los nombramientos de catedrático. Las decisiones del rector no son técnicas. El rector tiene que abordar problemas que no tienen una única solución, sino varias y de resultado incierto. El rector tiene que decidir, por ejemplo, si se externaliza o no el servicio de limpieza de la Universidad. Y como para esa decisión no hay una respuesta científica, sino política, es bueno que el personal de administración y servicios tenga derecho a votar y a participar en los órganos de gobierno de la universidad. ¿Deben tener derecho los hijos del personal de limpieza externalizado a asistir a la colonia de verano que la universidad organiza para los hijos de los profesores? Esta es una típica decisión política, y para responder a ella da igual si eres catedrático de latín o de filología inglesa, por eso el rector es un político, y por eso no hay oposiciones a rector con un temario, sino elecciones con un programa. La política se ocupa de decidir sobre aquellos problemas que no tienen una solución científica.
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La igualdad política de la democracia tiene una explicación racional que tiene que ver con cierta superioridad del sistema democrático en lo referente al conocimiento, pero no se trata de la superioridad que reivindican los que defienden que el pueblo, o ese sucedáneo del pueblo que es la mayoría, está siempre en posesión de la verdad. La inteligencia de la democracia consiste en conocer que en ocasiones tenemos que tomar decisiones sabiendo que no tienen una solución científica, que ninguna es verdadera, o que ninguna es más verdadera que las demás. Si nos montamos en un avión para ir de vacaciones y un grupo de pasajeros propone que votemos democráticamente a qué velocidad debemos emprender el vuelo o qué inclinación debe tener el avión al aterrizar, tendríamos motivos para ponernos muy nerviosos, esas cosas no se votan, como no se vota el teorema de Pitágoras. Por el contrario, si el piloto nos dijera que la decisión del lugar de vacaciones la iba a tomar él, también deberíamos ponernos nerviosos, porque estaría usurpando una decisión que no le corresponde, por muchos lugares de vacaciones que conozca.
Muchos abogados, economistas, médicos, ingenieros, politólogos y profesionales de todo tipo están convencidos de que, si bien ellos personalmente no serían capaces, hay otros expertos que sí tendrían la capacidad de arreglar los problemas de naturaleza estrictamente política, eso sí, siempre que les diéramos todo el poder. Ese es el ideal de los tecnócratas y de los meritócratas, pero ese ideal no se basa en un conocimiento científico, sino en una fe, en la fe en la ciencia. Una creencia que, paradójicamente, comparten con personas sin ningún tipo de formación científica. La ciencia no tiene respuestas para muchas decisiones que tienen que ver con la libertad humana de organizar la convivencia de esta o aquella manera. Sin embargo, impulsadas por esa fe en la ciencia, que las convierte a ellas en el pueblo elegido, muchas personas, muy preparadas, han decidido invadir el terreno de la política y, sin ser elegidas por el pueblo, sustraer a los ciudadanos decisiones para las que sus conocimientos como expertos no sirven para nada. ___________________
infoLibre publicará mañana y el sábado los otros dos capítulos de este escrito de José Andrés Torres Mora, diputado del PSOE por Málaga, sobre "la traición de las élites a la democracia".
Hoy día, salvo muy pocas excepciones, no hay régimen político en el mundo que no trate de legitimarse democráticamente, es decir, por el consentimiento del pueblo. Desde ese punto de vista se puede decir que, al menos en teoría, la democracia es incuestionable. Sin embargo, en la práctica, las democracias están siendo discutidas. Lo que ocurre es que las democracias realmente existentes son cuestionadas en nombre de la aspiración a una democracia más auténtica, razón por la cual ese cuestionamiento no produce alarma entre los demócratas.