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Del alboroto al tiroteo

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O del tiroteo al alboroto. Por la pantalla cruza una película que no se detiene. Va con prisa y prefiere que el espectador no tenga tiempo para pensar en cada una de las escenas, los diálogos, su principio, su nudo y su desenlace. La violencia de los insultos y los escándalos en medio de las avenidas sólo sirve para ocultar la fragilidad de la historia narrada. La espuma golpea el argumento con un vértigo de coches enloquecidos, accidentes, persecuciones, disparos de pistola o metralleta, puñetazos, cuerpos que caen desde las ventanas y personajes envueltos en un azar en el que todo se derrumba a sus pies.  El instinto devorador fija un mundo de malos y buenos, vencedores y vencidos, los enemigos y la familia. Después de miles de muertos, atropellos, explosiones y derrumbes, uno de los protagonistas musculosos dice a su hija con energía sentimental: “Papá se queda en casa”.

El viaje es largo. Se me acabó el libro cuando faltaban tres horas para aterrizar y me dio por buscar en el ordenador alguna película. Estoy acostumbrado a entretenerme con lo que menos me interesa, porque es la única forma de entender la condición del mundo en el que vivo, un mundo que desde mi propia lógica resulta incomprensible. ¿Cómo puede la gente seguir y votar a Donald Trump en los EE.UU? Es un ejemplo tomado del país sobre el que despegué hace unas horas y que puede servirme para comprender la ciudad en la que voy a aterrizar. ¿Qué relato consigue separar la política de la vida diaria para llevarla a una burbuja de sinrazones? La frase “Papá se queda en casa” no tiene que ver aquí con el colegio de la niña, la atención sanitaria, las condiciones de trabajo, el respeto a la abuela y el abuelo, sino con un mundo virtual en el que se impone con impudor la ley del más fuerte. Defender el bien supone saltarse las formas, despreciar las leyes, ensuciar la justicia.

El debate político está hoy en descubrir hasta qué punto la derecha democrática, obligada hasta ahora a defender los intereses nacionales de las élites dentro del respeto a las formas, es capaz de asumir y acelerar el deterioro de las formas democráticas

La película elegida pertenece a la saga The Fast and the Furious. El vértigo de una furia convertida en argumento va degradando con instintos desatados cualquier respuesta razonable a los conflictos, mete a la verdad en un callejón y ocupa el especio público con la prisa de las mentiras, las crispaciones y el espectáculo. Convertido uno mismo en caricatura, resulta imprescindible mirar al otro como una caricatura peligrosa para caminar al borde del precipicio. Y la palabra precipicio es importante, porque se trata de hacernos creer que estamos al borde del precipicio en la vida cotidiana de nuestra ciudad. Hay una amenaza de enemigos fantasmales con los que deben enfrentarse nuestros héroes sin atender a lo que ocurre a la vuelta de la esquina, en la puerta de los colegios y los hospitales, en las obras públicas y en las meditaciones sobre el futuro.

Con rapidez y furia nos meten en un argumento que no tiene que ver con nuestra propia vida. Nada más adecuado que observar algunas películas tan populares como violentas en los EE.UU para entender el relato que forman los discursos de Donald Trump, llenos de acusaciones disparatadas, y la manera en la que Fox News quiere contarnos el mundo. Instituciones acusadas de ilegitimidad, deterioros democráticos cada vez más graves, crispación en la convivencia, mentiras que convierten el agua de la lluvia en charcos, son el caldo de cultivo de un impudor fangoso y violento que dice sostener su frenesí en un compromiso sentimental con la familia.

El debate político está hoy en descubrir hasta qué punto la derecha democrática, obligada hasta ahora a defender los intereses nacionales de las élites dentro del respeto a las formas, es capaz de asumir y acelerar el deterioro de las formas democráticas para darle más valor a los intereses defendidos que a la convivencia social de sus naciones.

A los partidarios de la democracia social nos queda una tarea de dirección contraria. No se trata de cultivar el ambiguo mandato identitario y sentimental que hay bajo la barbarie, sino de encontrar los sentimientos que nos permitan descubrir en nosotros mismos el coraje de la política y de su autoridad. Papá y mamá no odian al enemigo, mamá y papá no se preparan para levantar muros y empuñar armas. Se hacen fuertes para defender el colegio de sus hijos, los hospitales, las residencias de los abuelos, las líneas de metro y un final feliz para hoy, pero capaz de pensar en el día de mañana

O del tiroteo al alboroto. Por la pantalla cruza una película que no se detiene. Va con prisa y prefiere que el espectador no tenga tiempo para pensar en cada una de las escenas, los diálogos, su principio, su nudo y su desenlace. La violencia de los insultos y los escándalos en medio de las avenidas sólo sirve para ocultar la fragilidad de la historia narrada. La espuma golpea el argumento con un vértigo de coches enloquecidos, accidentes, persecuciones, disparos de pistola o metralleta, puñetazos, cuerpos que caen desde las ventanas y personajes envueltos en un azar en el que todo se derrumba a sus pies.  El instinto devorador fija un mundo de malos y buenos, vencedores y vencidos, los enemigos y la familia. Después de miles de muertos, atropellos, explosiones y derrumbes, uno de los protagonistas musculosos dice a su hija con energía sentimental: “Papá se queda en casa”.

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