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La angustia del poder

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En un panorama de cambio, cuando se abren fisuras decisivas en un horizonte de hormigón armado que parecía inmutable, es lógico que los pensamientos se llenen de ilusiones, tentaciones, obsesiones, capitulaciones, decepciones… y de otras palabras que acaban en “ones”. Uno mira la realidad, uno se entera, ve, escucha, y a los labios sube una expresión: “tiene narices”.

La política española está nerviosa. Y los nervios nos envuelven en la prisa, y la prisa nos empuja hacia el espectáculo, y el espectáculo nos encadena al disparate.

Por una parte, parece legítimo aprovechar el momento de cambio, no perder la oportunidad de expulsar a las élites de un poder corrupto que lleva muchos años anidado en el vivir y en el sinvivir de los españoles. Tener buenos resultados electorales es imprescindible para intervenir en la realidad y para cambiar las cosas. Pero, por otra parte, es muy peligroso abandonarse a la inercia del electoralismo, del mercado del voto, del golpe de efecto, renunciando a lo que no sea una pasarela de moda para lucir el tipo con andares de triunfo. No se olvide: desde el punto de vista de los poderes establecidos ocurre lo mismo.

Por una parte, da miedo perder pie, poner en peligro la rutina que ha permitido durante años gobernar en beneficio de las propias mesnadas. Pero, por otra parte, es un riesgo abandonarse a las simpatías del populismo como único recurso. El Partido Popular se debate con pulsión interna y deshoja la margarita. Esperanza Aguirre sí y Esperanza Aguirre no para la alcaldía de Madrid. Es una tentación valerse de una política que tiene sin duda un nombre en la ciudad, pero también es un riesgo que ese nombre esté unido de forma íntima a las tramas de corrupción y caciquismo. Un nombre que sube a los palacios de la especulación urbanística y baja a las cabañas del tráfico, las multas y las fugas ante la policía.

Si la princesa de Rubén Darío estaba triste, la política española está nerviosa, muy nerviosa, y eso activa las luchas internas, las tensiones y los descalabros inoportunos. Las ventajas se convierten en fuego que quema las manos y los nervios acaban en enfrentamientos entre Esperanza-Rajoy, Pedro Sánchez-Susana o Tania-Ángel Pérez, cada cual en su grado y en su lugar. Viven por dentro el terremoto que cambia las cosas de sitio. Claro que tampoco es muy higiénico el grito sectario de prietas las filas, todos a una, no se aceptan críticas, los míos son un ramo de violetas hagan lo que hagan, pongo la mano en el fuego por todos y ay de aquel que se atreva a llevarnos la contraria. El sectarismo populista es otro síntoma de nervios, de la angustia y la urgencia de poder.

En la plaza

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En situaciones tan quebradizas es muy difícil dar con un punto bueno entre la oportunidad y el vértigo. Quizás el único equipaje para el camino sea la ética, la humilde impedimenta de los valores, el escrúpulo ante lo que no se puede hacer. No es mucho, pero tampoco hay mucho más. No sé si las enseñanzas de la literatura sirven para el mundo carnívoro de la política, pero cuando las elecciones se convierten en un problema de conciencia, a la hora de escribir y de leer, son compatibles la dicha de acertar y la dignidad de quedarse solo.

La última novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, Las reputaciones (Alfaguara, 2013), hablaba de eso. Javier Mallarino, el caricaturista político más influyente de su sociedad, alguien capaz de dar identidad o de destruir carreras con sus dibujos, se debate entre la obligación de no callar y el peligro de ser injusto al decir. A veces las cosas se complican, y no por el enfado de la persona denunciada, sino por daños a terceros, por las carambolas en el billar de las consecuencias. Es un debate que reconoce bien cualquier articulista de opinión que siga considerando con respeto su mesa de trabajo. Es un destino que viven los poetas cada vez que se toman en serio la elección de un adjetivo. Acertar, compartir y darse a entender: una alegría. Pero quedarse solo no es una tragedia.

En situaciones de angustia y nervios no queda más equipaje que el de los valores propios. Ayudan a comprender el deseo de la gente, las ganas de cambio, la denuncia de los que están. Pero ayudan a recordar que no todo vale.

En un panorama de cambio, cuando se abren fisuras decisivas en un horizonte de hormigón armado que parecía inmutable, es lógico que los pensamientos se llenen de ilusiones, tentaciones, obsesiones, capitulaciones, decepciones… y de otras palabras que acaban en “ones”. Uno mira la realidad, uno se entera, ve, escucha, y a los labios sube una expresión: “tiene narices”.

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