El contubernio de los racistas

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La palabra contubernio estaba muy de moda en mi infancia. Su historia venía de lejos porque se había convertido en un estribillo en la España reaccionaria que preparó el golpe de Estado de 1936 y que mantuvo a Franco en el poder hasta su muerte en 1975. El Caudillo solía resumir los peligros que amenazaban a la identidad española en la denuncia de un contubernio judeo-masónico-comunista. La palabra tiene una carga de profundidad, porque su significado no sólo alude a una posible alianza con fines vituperables, sino a una imposibilidad de cohabitación. Cualquier convivencia con el otro resulta peligrosa e ilícita. Por ejemplo, yo considero muy peligroso congeniar con los racistas.

Se nos viene encima el duro mandato de las identidades. Desde la expulsión de los judíos en el decreto de la Alhambra de 1492 hasta la matanza de El Paso de este verano, con 22 personas muertas y 24 heridas por odio a los hispanos, la inseguridad prepotente de las identidades cerradas ha infectado de mentiras, miedo y rencor un vocabulario dirigido hacia el desprecio y la incomunicación más que al entendimiento.

Los defensores de las identidades cerradas trabajan de forma minuciosa en crear relatos del pasado que legitimen sus odios. Los que pretenden sentirse herederos únicos de los Padres Fundadores de los Estados Unidos ponen desde hace muchos años especial interés en que se olvide el pasado hispano de una parte del territorio de su país. Algunos colegios de Texas organizaron en el siglo XIX ceremonias de entierro para sepultar dentro de un ataúd la palabra español. No se trata de borrar el pasado, sino de sobrecargarlo de manera manipulada para sentirse herederos de una historia y portadores legítimos de un origen.

El odio que hoy sufren los mexicanos y los centroamericanos en la nación de Donald Trump hereda un pasado: el odio a España que sintieron los súbditos ingleses cuando las dos coronas competían por dominar el mundo. Al mismo tiempo se intenta ocultar una parte de la historia: la presencia hispánica, muy anterior a la inglesa, en Estados como California, Texas, Arizona o Nuevo México. Se inventa un relato, se manipulan efemérides, batallas y silencios para justificar un presente racista. En EEUU se ha puesto de moda en la cultura demócrata denunciar el llamado nacionalismo blanco, un fenómeno que por desgracia también se ha puesto de moda gracias a Trump.

Animadora de la campaña English OnlyEnglish Only, la Casa Blanca ha borrado el español de su página web y ha alentado una dinámica de desprecio a los niños que hablan su idioma materno en el patio de un colegio o de insultos a los clientes hispanos de un supermercado. Por desgracia hemos desembocado en una situación más trágica: "El deseo de matar al mayor número de mexicanos posible". Así lo dejó escrito un muchacho de 21 años, de carácter tímido y asustadizo, antes de separarse de su pantalla de ordenador y de salir de su casa a las afueras de Dallas para conducir durante horas hasta la ciudad fronteriza de El Paso y disparar contra 46 personas.

No se equivoca Donald Trump al considerar la importancia que tiene una lengua en nuestra identidad. Miguel de Unamuno tenía razón cuando aconsejaba cambiar el día de la raza por el día de la lengua. En lo que se equivoca Trump de un modo trágico es en agudizar una idea cerrada de la identidad, invitando al odio y convirtiendo al otro en enemigo. Perseguir al español como lengua, no es sólo ofender a los mexicanos o salvadoreños; supone también maltratar a los más de 50 millones de norteamericanos que por motivos naturales tienen al español como lengua materna. Por cierto, Joan Canadell, presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, ha adoptado una misma postura fascista al suprimir el español, ofendiendo a muchos barceloneses que son bilingües por razones históricas o que se sienten catalanes y tienen al español como lengua materna.

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El proceso siempre es el mismo. Aquellos que esquilman la vida cotidiana de la gente, se aprovechan de su desamparo y esconden su avaricia en un discurso supremacista para reconducir y arrojar hacia otros el odio de sus víctimas.

La lengua es algo que forma parte profunda de nuestra intimidad. Gracias a ella también podemos mirar al exterior y relacionarnos con el mundo. Es una desgracia que autoridades con responsabilidad institucional nos inviten a que las relaciones íntimas con el mundo no nazcan de una necesidad de diálogo y de entendimiento, sino de una invitación al odio y el rencor. Una verdadera desgracia, porque en esta época en la que existen poderosísimos medios de manipulación de los sentimientos y las conciencias, ni la intimidad ni el mundo están para bromas.

Siento como míos los muertos de El Paso. Me duelen los 13 estadounidenses, los 8 mexicanos y el alemán que han muerto por el odio al español de un muchacho, seguidor en Twitter de Donald Trump. Sólo me falta decir que no deseo para él la pena de muerte.

La palabra contubernio estaba muy de moda en mi infancia. Su historia venía de lejos porque se había convertido en un estribillo en la España reaccionaria que preparó el golpe de Estado de 1936 y que mantuvo a Franco en el poder hasta su muerte en 1975. El Caudillo solía resumir los peligros que amenazaban a la identidad española en la denuncia de un contubernio judeo-masónico-comunista. La palabra tiene una carga de profundidad, porque su significado no sólo alude a una posible alianza con fines vituperables, sino a una imposibilidad de cohabitación. Cualquier convivencia con el otro resulta peligrosa e ilícita. Por ejemplo, yo considero muy peligroso congeniar con los racistas.

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