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Una democracia enferma

La falta de pudor es uno de los síntomas más inquietantes de la sociedad en la que vivimos. La falta de vergüenza propia y la conversión de la vida pública en un estercolero son dinámicas que hermanan la escena política con las audiencias de televisión que convierten en un circo cualquier cosa, desde una historia de amor y seducción hasta el aprendizaje de un oficio. La condición de concursantes define nuestros pasos a la hora de sentir la vida.

¿Pero qué premio pensamos obtener? Quizá el de formar parte del ruido, el de enmascarar nuestra insignificancia o el de engañarnos y creernos libres a costa de darle rienda suelta a todos los pecados capitales. Soportamos un fascismo televisivo de ida y vuelta. La gente es invitada a vomitar en la vida pública sus miserias privadas como mecanismo perfecto para que el estercolero exterior se apodere del cuarto de estar y la cocina de cada domicilio. La virtud pública y el pudor han desaparecido junto a nuestro sentido de la vergüenza.

Hemos visto demasiadas cosas. Hemos visto cómo la guardia civil disparaba balas de goma contra unos seres humanos que necesitaban alcanzar nuestras costas para no ahogarse. Hemos asistido a su entierro. Hemos visto cómo un gobierno creaba una policía propia para investigar, calumniar y desacreditar a sus adversarios políticos.

Hemos visto cómo se regalaban títulos universitarios. Hemos visto cómo algunos jueces y fiscales han renunciado a la independencia judicial, a su criterio decente y a su sentido del honor para favorecer los intereses del partido que podía ayudarles en su propia carrera profesional. También hemos visto cómo se consideraban progresistas las presiones contra la independencia judicial.

Hemos visto cómo se atentaba contra el periodismo confundiendo la información con la comunicación de calumnias, mentiras y discusiones falsas. Hemos visto a sinvergüenzas mediáticos invitados a las tertulias como si fuesen periodistas serios. Es decir, hemos visto a responsables de programas tratar de forma calculada a sinvergüenzas mediáticos como si fuesen periodistas serios.

Hemos visto crear partidos, hundir partidos. Hemos visto cómo la política perdía su educación para convertir al adversario en un enemigo. Hemos visto cómo se utilizaba el terrorismo, las víctimas de los crímenes y el dolor humano para sacar un puñado de votos. Hemos visto cómo la tragedia se convertía en negocio y las pérdidas más íntimas se utilizaban para crear héroes mediáticos.

Hemos visto robar. Hemos visto cómo se utilizaban los sentimientos nacionales para ocultar los robos. Hemos visto usar las instituciones como si fuesen un cortijo familiar. Hemos visto cómo se violaba la Constitución y las normas de los parlamentos. Hemos visto cómo los deseos propios se imponían sobre los demás del mismo modo que una escena pornográfica se impone en las redes sociales.

Envejecer con ella

Hemos visto a líderes políticos pedir que no se vote a su partido. Hemos visto a militantes que se transforman en enemigos de sus organizaciones cuando pierden el cargo. Hemos visto a viejos líderes arremeter contra los suyos. Hemos visto cómo la política se convertía en un casting.

Hemos visto de todo. La vida ha pasado por el plató de la telebasura y los ojos se han acostumbrado a pensar lo peor y a compartir los jirones de la dignidad como virus en la pantalla del teléfono. El resultado del espectáculo no es inocente: los poderes salvajes tienen las manos cada vez más libres.

¿Es posible salirse de este círculo vicioso, recuperar el sentido de la vergüenza, el pudor privado y la virtud pública? En cualquier caso, parece conveniente comportarse como si fuese posible. Dignificar la democracia es una tarea prioritaria si no queremos darnos por vencidos. Asumamos un tratamiento pudoroso de los rencores y los intereses personales. Salgamos de manera masiva a votar en las próximas elecciones para llenar las urnas de democracia.

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