Hace dos semanas recordé en esta columna un episodio de Memoria de la melancolía de María Teresa León. En la ceremonia de despedida de las Brigadas Internacionales, la escritora sintió un escalofrío de emoción al ver cómo una compañía de soldados endurecidos por la guerra se levantaba de sus asientos y se ponía firme al escuchar la palabra España. Aunque un bando quería apoderarse de esa palabra, España era de todos y por ella, por su sentido de pertenencia, resistían un golpe de Estado cruel los españoles partidarios de la legitimidad, la libertad y la Justicia.
Los recuerdos se enredan en la memoria, tiran unos de otros y conforman el relato de nuestro presente. María Teresa León volvió a aquel escalofrío de 1938 cuando después de 30 años de exilio recibió en Roma a una pareja joven que quería hablar con ella y con Rafael Alberti. Después de contar la represión franquista, las persecuciones de la policía y el aire espeso que soportaban, los jóvenes españoles mostraron una esperanza. La muerte próxima de Franco facilitaría el regreso de la libertad y la dignidad.
María Teresa sintió entonces otro escalofrío. Franco era no un adversario, sino un enemigo canalla que sentenciaba a muerte y conservaba abiertas sus garras. Había partido nuestro país en dos, desencadenando una de las mayores matanzas de la historia durante y después del golpe de Estado de 1936. Había convertido su paz y su posguerra en un infierno. Pero lo que soñó la vieja escritora exiliada, al oír el comentario de los jóvenes, fue otro tipo de esperanza: llegará un momento en que los españoles no dependan de la muerte, sino de la Justicia.
Al fondo del fondo, detrás de las ideas políticas, los conflictos y las suertes personales, lo que de verdad se había producido en 1936 era una cancelación de la legitimidad del Gobierno de España, es decir, un levantamiento contra los marcos sociales de la convivencia.
He vuelto a recordar a María Teresa León al leer el dictamen por unanimidad del Tribunal Supremo en favor de la voluntad del Gobierno democrático de exhumar los restos de un dictador. Esta vez hemos hecho las cosas bien. No se trata sólo de que sea una vergüenza para un país homenajear a un caudillo sanguinario en un monumento nacional. Se trata de la Justicia, de que el país ha hecho las cosas bien, de que los cauces normales para resolver conflictos han funcionado. La Justicia responde hoy con legitimidad no sólo a los herederos del dictador, sino a una manera impune de actuar que acabó con la propia Justicia en una fecha muy desgraciada.
España necesitaba ajustar cuentas con la desgracia y con la alegría uniendo por fin en esta historia la legalidad y la legitimidad. La pataleta histérica de los que no aceptan con normalidad una decisión tan clara nos debe enseñar a pensar sobre las líneas rojas que necesita la convivencia democrática española. Los destinos de la democracia y la libertad, en este y en otros casos, son inseparables de la Justicia.
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Las líneas rojas suponen un estribillo muy comentado en un panorama político español y europeo marcado por la fragmentación de las opciones. La nueva realidad digital que ha fragmentado los códigos informativos y sociales fragmenta de forma inevitable la política. La respuesta a esa fragmentación no puede buscarse en el recorte de libertades y de procedimientos democráticos. Sólo nos queda una salida: necesitamos mantener una esperanza socrática en la Justicia frente a las nuevas tentaciones totalitarias y supremacistas, ayudadas con frecuencia por el infantilismo de los que encuentran mil motivos para violar la ley en nombre de su ideología y de una apropiación particular del verbo convivir.
Una línea roja imprescindible: en las negociaciones políticas ningún partido debe aceptar comportamientos corruptos de ningún tipo, ya sean económicos o de degradación interesada de las instituciones. La otra línea roja es el respeto a la independencia judicial, y no sólo en el momento de dictar sentencias determinadas, sino en los procesos para acordar la carrera judicial y las instancias de sus poderes. No se puede confundir el control democrático con una cuenta de favores a determinados partidos políticos. La primera obligación del que quiere respetar la Justicia es hacerla respetable.
Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Y todo el mundo tiene derecho a opinar. Pero la historia ha demostrado mil veces que quien decide saltarse la Justicia o tomarse la Justicia por su mano es un canalla o un Santo Inocente.
Hace dos semanas recordé en esta columna un episodio de Memoria de la melancolía de María Teresa León. En la ceremonia de despedida de las Brigadas Internacionales, la escritora sintió un escalofrío de emoción al ver cómo una compañía de soldados endurecidos por la guerra se levantaba de sus asientos y se ponía firme al escuchar la palabra España. Aunque un bando quería apoderarse de esa palabra, España era de todos y por ella, por su sentido de pertenencia, resistían un golpe de Estado cruel los españoles partidarios de la legitimidad, la libertad y la Justicia.