En España lo mejor es el pueblo

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En un artículo que quiere destacar los méritos de los españoles, conviene empezar de forma precavida reconociendo que, como cualquier pueblo, tenemos muchos defectos. Y ya que estamos en Semana Santa, podemos recordar que la tradición católica nos ha hecho sufrir más de un calvario. Así es, pero no me cambio por un calvinista, ni me siento cómodo con el individualismo protestante, ni mezclo la moral con el sometimiento a la economía, ni soy capaz de abandonar a los más viejos o a mis hermanos como si las persianas de los honrados comercios que abren todas las mañanas tuviesen más que ver con la vida que el corazón. No, el corazón no se cierra. Los comercios sí.

Estoy acostumbrado a vivir en una tierra donde la gente se toca, se abraza, habla en alto, se agolpa en la barra de los bares, se cuela, se da codazos y pide cervezas o pone cervezas con poca precaución, aunque siempre haya más de un listo que se escape sin pagar. Por eso me emociona ver a la gente encerrada en su casa, a los hijos preocupándose de los padres, a las familias dispuestas a resistir y a los disciplinados compradores de los mercados haciendo cola en las puertas y respetando las distancias.

Y me acuerdo de Antonio Machado: "En España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva".

Parece que no tiene arreglo eso de que los señoritos venden a España en las situaciones duras. Mientras el Gobierno español negociaba en Europa una respuesta común a la epidemia, tratando de convencer a los protestantes y calvinistas del Norte, porque esta tragedia es global y desconocida, los señoritos se han esforzado en debilitar al Gobierno, en hacerlo culpable, en acusarlo con calumnias, en resaltar sus desorientaciones, buscando un puñado de votos o de monedas como Judas. Después de 40 años de democracia, la derecha sigue en manos del odio irracional de los que quieren mantener sus privilegios a costa de lo que sea. Menos mal que las fuerzas de seguridad forman hoy una parte verdadera de la sociedad. Por ellas sí ha pasado la democracia.

Tengo confianza en el pueblo, es decir, en la España real capaz de sobreponerse a los mundos virtuales que hoy controlan con calumnias y falsas noticias los señoritos que venden a su patria y que al hablar se ponen al borde de un ataque de nervios cuando más falta hace la tranquilidad y la unidad. Aquí no hemos sufrido ni las mentiras de China, ni las payasadas irresponsables de Bolsonaro, Trump o Johnson. Incluso hemos sufrido la incertidumbre con más precaución que otras democracias europeas. Pero no importa, como siempre los señoritos venden nuestra España a vox en grito.

Trumpantojos, enkilosamientos y porquerrías

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Me alegro mucho de confiar en el pueblo una vez más. Digo esto porque en los últimos tiempos, a mis 60 años, me he preguntado muchas veces si todavía era posible confiar en ese pueblo del que hablaban en sus poéticas Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca o Rafael Alberti, orgullosos de su folklore y sus valores. La prepotencia del consumo y el poder manipulador de las nuevas comunicaciones, capaz de sustituir la experiencia histórica de carne y hueso por la realidad virtual, me crean desconfianza. Y en mi caso esta desconfianza, por sentido cívico, no puede generar ni elitismo, ni desprecio, sino un profundo vacío.

Yo tenía 19 años en 1977. Fue un año decisivo para un muchacho que ya había empezado a militar con el deseo de recuperar la España perdida con la ejecución de García Lorca y el exilio de Machado, Juan Ramón y Alberti. En enero de 1977 unos asesinos de extrema derecha entraron en un despacho de abogados de Madrid y acribillaron a unos camaradas. El 9 de abril, en plena Semana Santa, el PCE fue legalizado. Poco después, en junio, se celebraron las primeras elecciones, y en octubre se firmaron los Pactos de la Moncloa para hacer posible la consolidación económica de una democracia todavía muy débil.

Desde entonces han pasado muchos años, muchas quiebras de corazón, muchas vueltas de mundo. Pero hay una convicción y un sentimiento que necesito para sostenerme en un tiempo que quizás ya no es el mío. La convicción es que hoy resulta imprescindible la unidad de todos los que siguen creyendo en una justicia social basada en la libertad, la dignidad laboral, los servicios públicos y la distribución de la riqueza. "Queremos que se cumpla la voluntad de la tierra, que da sus frutos para todos", escribió Lorca en Poeta en Nueva York, y por mucho que cambien los paisajes esa idea sencilla es la razón de mis convicciones. El sentimiento que necesito tiene que ver con la confianza en el pueblo, la esperanza de que, con todos sus defectos y sus costumbres jaleosas, sea capaz de salvar a España cada vez que los señoritos la venden. No puedo dejar de creer en los domingos de Resurrección.

En un artículo que quiere destacar los méritos de los españoles, conviene empezar de forma precavida reconociendo que, como cualquier pueblo, tenemos muchos defectos. Y ya que estamos en Semana Santa, podemos recordar que la tradición católica nos ha hecho sufrir más de un calvario. Así es, pero no me cambio por un calvinista, ni me siento cómodo con el individualismo protestante, ni mezclo la moral con el sometimiento a la economía, ni soy capaz de abandonar a los más viejos o a mis hermanos como si las persianas de los honrados comercios que abren todas las mañanas tuviesen más que ver con la vida que el corazón. No, el corazón no se cierra. Los comercios sí.

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