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España como vergüenza propia

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No ha sido fácil la relación de los poetas con España. Blas de Otero abrió los ojos para ver el rostro terrible de su patria. Jaime Gil de Biedma sintió que habitaba un país de todos los demonios donde la historia siempre acaba mal. Y Joan Margarit recordó una existencia de guerras, himnos y crueldades en la que el águila de la bandera franquista imponía, junto a la rapiña, un insoportable olor a gallinaza.

Supongo que esta incomodidad con las realidades españolas se debe a que la poesía utiliza la ficción y las palabras para buscar la verdad personal. El tradicionalismo español, por el contrario, ha convertido a España en una inmensa mentira. El destino fijado por la victoria franquista en 1939 sacralizó con la ayuda de la Iglesia la mentira de un país que se decía universal, imperial, glorioso, mientras se iba quedando solo y miserable entre los países de su entorno. La única verdad del franquismo fue su crueldad. Lo demás supuso un decorado hueco, una creencia de cartón piedra, sometida a intereses reales de países como Alemania (primero) o Inglaterra (después).

La mentira ha sido lo único transversal de España. Mentiras fueron las glorias del Régimen; mentiras fueron y son las caridades cristianas de los que dan limosna y provocan la miseria; mentiras, los rigores morales de las familias estrictas que llevaban en secreto a sus hijas pecaminosas a abortar; mentiras, los padres de la patria que la empobrecían a través de la corrupción.

  Los problemas del capitalismo internacional se vivieron aquí como la oportunidad de la derecha para acabar con todas las modestas conquistas logradas en la Transición

Lo peor de todo es que heredamos la mentira como se hereda una sucesión. La lucha contra el franquismo y la lucha por la libertad supusieron en primer lugar una lucha por la verdad. La correlación de fuerzas hizo imposible una transformación radical del país. Se consiguieron muchas cosas gracias al sacrificio poco domesticado de los luchadores clandestinos. Pero se quedó la mentira con nosotros. La historia reciente de España está caracterizada por la mentira en su forma de Estado y en su economía. La restauración monárquica…, ya se sabe. Y el progreso económico supuso un desmantelamiento de la industria nacional, el único sector que creaba puestos de trabajo seguro, para convertir a España en una simple oferta turística de sol y playa. La crisis fue otra invitación a la mentira. ¿Recuperación? Los problemas del capitalismo internacional se vivieron aquí como la oportunidad de la derecha para acabar con todas las modestas conquistas logradas en la Transición. Las élites volvieron a recuperar los privilegios que habían perdido. Cuando llegue otra crisis, nos sorprenderá una vez más desarmados.

La peor herencia del franquismo ha sido la impunidad de la mentira, la destrucción de una opinión pública dispuesta –por lo menos– a guardar las formas y a no convivir de manera manifiesta con la mentira. En muy pocos países civilizados hubiese resistido un político como Rajoy después del famoso mensaje a Bárcenas, cabeza visible de la corrupción: “Luis, sé fuerte”. Muy pocos países hubiesen resistido la indignidad del trato a las víctimas del accidente n 2003 del Yak-42: 75 personas muertas (62 militares), por la gravísima irresponsabilidad del ministerio de Defensa.

El PP de Aznar y Rajoy no sólo descuidó de forma trágica la seguridad de su ejército, sino que trató de manera indecente a los cadáveres y a los familiares de las víctimas. No hubo respeto a los uniformes, ni a las personas. Cada vez que se ponen de pie delante de la bandera de España, mienten. Cada vez que presiden un desfile o dicen viva a España, mienten. Sí, su patria huele a gallinaza. Es una mentira. Una cosa es lo que dicen y otra lo que son.

Todas las personas tenemos nuestra verdad (y se trata de vivir de acuerdo a ella). Yo soy hijo de militar y me hice pacifista por la persona que conocí dentro de un uniforme. No me gustan los uniformes, pero no concibo que por culpa de un uniforme alguien pueda negar a la persona que lo viste. Por amor a mi padre, tan uniformado en mi infancia, y por respeto a la vida humana, he sufrido con indignación el miserable trato que Aznar, Trillo, Rajoy y los suyos dieron a los soldados y a sus víctimas del Yak-42. Cuando la hermana del comandante Ripollés protestó por la infamia, le aconsejaron que fuese a un psiquiatra. No, la señora Ripollés no necesita un psiquiatra. Es España la que necesita una opinión pública dispuesta a no aceptar lo que no es aceptable. Mientras esto no se consiga, nuestros representantes darán asco. El mismo que damos nosotros.

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A mí me resulta muy difícil encerrarme en una torre de marfil. Vivo la vergüenza de la España del cardenal arzobispo Cañizares, de Bárcenas, de Trillo y de Rajoy como una vergüenza propia. Tampoco me consuela que el mundo, en su deterioro democrático, se vaya pareciendo cada vez más a nuestra farsa. Trump es una amenaza, no una excusa. Y esta miseria no es una fatalidad; por lo tanto, no se puede vivir con resignación.

Pero si queremos cambiar las cosas no podemos elegir el camino de la mentira, de nuestras mentiras externas o internas. Por ese camino volveremos todos a ser un gran embuste, un engaño o un enredo.

Mientras tanto me consuelo con los lectores. Pocos o muchos, el escritor que no quiere ocultarse en una torre de marfil necesita a sus lectores para no oler a cerrado. Los lectores representan para mí esa configuración pendiente de una opinión pública que no quiere convivir con la mentira. Gracias.

No ha sido fácil la relación de los poetas con España. Blas de Otero abrió los ojos para ver el rostro terrible de su patria. Jaime Gil de Biedma sintió que habitaba un país de todos los demonios donde la historia siempre acaba mal. Y Joan Margarit recordó una existencia de guerras, himnos y crueldades en la que el águila de la bandera franquista imponía, junto a la rapiña, un insoportable olor a gallinaza.

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