Verso Libre
Europa, 1789
El comprador me llamó por teléfono y me volvió a pedir un precio. Como no consiguió convencerme, dijo que se pasaría por la casa este domingo para que la viéramos juntos. Los deseos urgentes, afirmó con ironía, no saben ya de horarios…, ni días de fiesta ni vacaciones. Supongo que confiaba en su poder de persuasión, en los compromisos que provoca un trato personal y en todas las deficiencias que resulta difícil ocultar en mi vida. Así que me levanté, desayuné y me puse a esperar, mientras leía en el periódico las noticias de Afganistán, las tristezas de las fronteras y el rumor de un mundo en el que brotan los malos altares, los tribunos, los nuevos imperios, las viejas naciones, las brechas y los latidos fanáticos.
En cuanto entró por la puerta, quiso que le enseñase la habitación de la Libertad. Desde luego no se extrañó del desorden y observó los muebles envejecidos, la ropa sucia de trabajo por el suelo, los contratos de usar y tirar, un vestido de fiesta desgarrado a los pies de la estatua y la ventana rota por la que se cuelan las manos libres del viento. Esto parece la selva, cada rincón es un grito de sálvese quien pueda y de no me cuentes tu vida. Luego abrió la jaula y sacó el álbum de fotografías. Repasó la galería de leones, cocodrilos, pirañas, gacelas y monos saltando de rama en rama. En una sola hectárea de la selva tropical habitan unas 1.500 especies distintas de animales herbívoros, carnívoros, carroñeros y omnívoros. Nadie puede ordenar esta diversidad, cualquier norma es un atentado, mejor disolverse de forma líquida, aquí es imposible defender una verdad, una norma, afirmó convencido. Lo siento, me defendí, pero yo soy un animal racional.
Luego entramos en la habitación de la Igualdad. Sobre la mesa había un plato de cenizas y una colección de silencios. ¿De dónde sale este olor?, preguntó, y no pude responder, porque se precipitó en su autorrespuesta y empezó a hablar de mundos trasnochados, viejas utopías, naufragios y promesas falsas que acabaron hundidas en la corriente universal de la miseria. Siempre igual, murmuró, y se agachó para observar las manchas del suelo. Ustedes no tienen arreglo, quieren riqueza para todo el mundo, pero se asustan de que se calienten las máquinas, las ciudades, el mar y los cielos. Demasiada literatura, y ya ve, tan falsos resultaron los buenos deseos como los anuncios apocalípticos.
Testimonio de la Nada
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Al final del pasillo, a mano izquierda, estaba la habitación de la Fraternidad, pero me dijo que no necesitaba entrar. ¿Para qué? Ya suponía las grietas en el techo, las humedades de musgo en la pared, los charcos de buenismo, el soniquete mentiroso de los derechos humanos, el aire cínico de lo políticamente correcto y el maquillaje de las bellas palabras que ocultan el odio, el desprecio y las cicatrices del miedo. No, no, dejemos la fraternidad para los poetas, tan equivocados en asuntos sentimentales como los científicos en cuestiones de cambio climático. Venga, vamos a cerrar el negocio.
Salimos a la calle y me pidió precio. Miré a la izquierda, al centro, a la derecha, hacia atrás, hacia delante, y dije que era mi casa y que no tenía otra. Argumentó con desprecio que la calle Europa estaba ya en una mala zona, que había otros barrios de la ciudad más interesantes, que en otras partes con menos remilgos se solucionaban mejor los problemas del tráfico. Cansado de sus impertinencias, le di un precio. ¿Está usted loco?, ¿pero sabe lo que está pidiendo?, me reprochó. Se nota que no quiere venderla.
Insistí en que no tenía otra casa. Insistió él en que estaba en muy malas condiciones, hacían falta muchas reformas. ¡Hasta se le ha caído el número de la fachada!, me señaló al despedirse... 1789, murmuré, un buen año para empezar de nuevo. Entré en mi domicilio y dejé la puerta abierta a una segunda oportunidad.