Explico algunas cosas

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Me gusta pensar en la poesía como una vocación que no rompe su compromiso con la verdad. Es una apuesta meditada que tiene que ver con mi memoria más inocente. Yo nací en Granada, una ciudad muy de provincias, abrazada por la vega al final de los años 50. Soy el hermano mayor de una familia numerosa. Seis hijos, todos varones, criados en las alamedas del río Genil y en la vida callejera de un barrio sin coches en el que todo el mundo se conocía. Ni que decir tiene que los niños traviesos son el mayor peligro de las sillas, las butacas, los cojines y las mesas. Una resignación para mi madre. El estribillo de mi infancia se debe a la voz materna, y mezcla la disculpa con la amenaza: “Es que son seis, todos varones”.

Como era costumbre en la época, mis padres reservaron una habitación para poder recibir con cierta decencia a los amigos y familiares que visitaban la casa. Le llamaban el salón de las visitas. Los muebles estaban allí a salvo de la barbarie infantil. El secreto, la soledad, el silencio y la prohibición nacieron como un acto de defensa propia, una forma de resistencia.

Fue al final de mi infancia cuando entré con sigilo en el territorio sagrado, aprovechando un descuido de la vigilancia materna. En el salón de las visitas estaba también la biblioteca familiar. En ella encontré un tomo de la editorial Aguilar que tenía aspecto de libro sagrado. Su encuadernación en piel, sus letras de oro en la cubierta y su papel biblia le concedían una hermosa solemnidad. Se trataba de las Obras completas de Federico García LorcaObras completas , un poeta nacido en mi ciudad y víctima de la Guerra Civil española. De eso me enteré después, algo después. El día del encuentro me limité a sumergirme para siempre en un mundo mágico en el que las cosas eran algo más de lo que parecían ser. La luna significaba algo más que la luna, los jinetes y los caminos parecían algo más que jinetes y caminos, la noche se llenaba de presentimientos y el agua se convertía en oro cuando una mano tiraba su limón en el río. Una verdad legitimaba su existencia. Fue un mundo sagrado, dentro de un libro sagrado que se custodiaba en la habitación sagrada de las visitas.

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Como no soy creyente ni me afectan las ideas religiosas, he encontrado en la poesía mi lugar de lo sagrado, el lugar en el que no puedo mentirme, un espacio de la verdad, del respeto a uno mismo, el esfuerzo por hacer que mi mundo interior se armonice con el exterior a través de las palabras. Un buen poema para mí, da igual escribirlo que leerlo, le da una nueva oportunidad a la dignidad del ser humano y a la verdad de la vida. El destino busca una vocación para cumplirse. No es poca recompensa saber que hay un espacio, aunque sea de uso íntimo, en el que la verdad, ese concepto tan maltratado por la historia, resulta no sólo necesario, sino imprescindible. Dice Joan Margarit que un mal poema ensucia el mundo. Tiene razón.

Para un poeta hay mucho de realidad en la famosa afirmación desmesurada con la que Walt Whitman definió sus Hojas de hierba: “Camarada, esto no es un libro; quien toca esto toca a un hombre”. Es la idea que Federico García Lorca recogió y radicalizó en Poeta en Nueva York para unir las palabras con las verdades últimas: “porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado”. Jaime Sabines continuó este difícil diálogo con la verdad de la poesía cuando escribió sobre la muerte de su padre: “Me avergüenzo de mí hasta los pelos, / por tratar de escribir estas cosas./ ¡Maldito el que crea que esto es un poema!”.

La ficción literaria, el aprendizaje de la música, las formas, la retórica, los borradores, los pactos, las tachaduras, la papelera con los fracasos o las renuncias, la negociación con la escritura, la elección, lo sustantivo y lo adjetivo, las tradiciones, las novedades y el acuerdo con uno mismo y con los demás, no tienen sentido si no se viven como una búsqueda de la verdad. La ambición de cada momento creativo no exige más que una modestia machadiana, la conciencia de unas cuantas palabras verdaderas. Ni más…, ni menos.

Me gusta pensar en la poesía como una vocación que no rompe su compromiso con la verdad. Es una apuesta meditada que tiene que ver con mi memoria más inocente. Yo nací en Granada, una ciudad muy de provincias, abrazada por la vega al final de los años 50. Soy el hermano mayor de una familia numerosa. Seis hijos, todos varones, criados en las alamedas del río Genil y en la vida callejera de un barrio sin coches en el que todo el mundo se conocía. Ni que decir tiene que los niños traviesos son el mayor peligro de las sillas, las butacas, los cojines y las mesas. Una resignación para mi madre. El estribillo de mi infancia se debe a la voz materna, y mezcla la disculpa con la amenaza: “Es que son seis, todos varones”.

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