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Las identidades: ¿de dónde vengo yo?

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Después de tantas semanas de discusiones sobre la identidad, las raíces y las singularidades de los demás, aprovecho que la casa está sola y llena de sombras para preguntarme: ¿de dónde vengo yo? Quien pretende ser algo más que una superficie en el espejo, sabe que la cuestión de la identidad suele convertirse en una pregunta, incluso en un interrogatorio.

Soy de otra época, conviene reconocerlo. A lo largo de los años me acostumbré a ir de la vida a los libros y de los libros a la vida. Así que me levanto y busco en mi biblioteca un libro publicado en 1971 por Ruedo Ibérico, la editorial antifranquista fundada en Francia. En la cubierta se reproduce en gris la fotografía de una fosa común, junto a un título en tinta roja oscura, casi el color de la sangre cuando empieza a secarse: La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca.

El libro de Ian Gibson llegó a mis manos a través de un compañero de bachillerato en los Padres Escolapios de Granada. Hasta entonces García Lorca había sido un sentimiento familiar, el mundo de metáforas y emociones descubierto en la biblioteca de mis padres. Pero en aquel libro de Gibson, la figura del poeta se transformó en una historia más ancha y larga, la historia de mi ciudad, la sombra de alguien que había caminado por mis calles y que había muerto, ejecutado por sus vecinos y mis vecinos, veintidós años antes de que yo naciera. A medida que sabía los detalles de un recuerdo, la ciudad más inmediata se llenaba de incógnitas, secretos, silencios y olvidos. La cercanía de un lugar nos hace vivir sobre lo que desaparece; somos vida en aquello que hay y en lo que ya no está.

Recuerdo una frase del prólogo, sin importancia aparente, que me llamó la atención: "Federico García Lorca, conocido en toda España por Federico…". El poeta famoso, el autor de teatro aplaudido, tenía una presencia de amigo íntimo. No se le llamaba por el nombre y los apellidos, como ocurre en los manuales de literatura y en las listas de los profesores de un colegio, sino sólo por el nombre. La intimidad particular vivida en el salón de casa de mis padres salía en busca de los demás y me hacía participar en algo común, un mundo colectivo que me sacaba de mi casa.

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El nombre de Federico y la historia de represión y muerte contada por Gibson me llevaron en primer lugar a la Huerta de San Vicente, el hogar de la familia García Lorca cuando estalló en Granada el golpe de Estado de 1936. María y Evaristo, una pareja bondadosa que por entonces guardaban la Huerta, comprendieron la emoción del adolescente que miraba desde fuera los balcones cerrados, y me abrieron la puerta para que pudiese entrar en un mundo en el que se respiraba la historia de Federico, la vida cotidiana de una familia arrojada al exilio y la alegría resistente de un mundo de pintores, poetas y escenógrafos que se negaba al olvido y a la represión.

Poco después empecé a subir monte arriba hasta los barrancos de Víznar y Alfacar. Miles de granadinos habían sido asesinados y enterrados en las fosas comunes de un paisaje que me llenó de una emoción íntima y definitiva, como la luna de los poemas de García Lorca leídos en la edición de Obras completas de la editorial Aguilar. Allí estaban los republicanos, los demócratas, los profesores universitarios, los sindicalistas, los socialistas, los comunistas, los poetas, hombres y mujeres que formaban ya mi pasado, una identidad difícil hecha de realidades y de sueños en busca de la libertad, la igualdad, la fraternidad, la justicia social y la decencia.

Vuelvo a la biblioteca para buscar ahora un libro mío, Completamente viernes (1998), en el que celebré una historia de gran amor. Releo un poema, viajo a Granada, le digo a mi amante madrileña que voy a presentarle a mi familia y subo con ella al barranco de Víznar. Mira, aquí están mis muertos, estas son mis raíces. De aquí vengo, aquí me pregunto quién soy yo, sólo desde aquí puedo pronunciar las palabras verdad y amor. Aquí vengo a decir te quiero. Aquí está la biblioteca de la casa de mis padres, pero también un mundo colectivo y solidario, una historia de injusticias y resistencia, una voluntad universal que borra los apellidos, para llamar a los deseos y a las cosas por su nombre.

Después de tantas semanas de discusiones sobre la identidad, las raíces y las singularidades de los demás, aprovecho que la casa está sola y llena de sombras para preguntarme: ¿de dónde vengo yo? Quien pretende ser algo más que una superficie en el espejo, sabe que la cuestión de la identidad suele convertirse en una pregunta, incluso en un interrogatorio.

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