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Lecciones del feminismo

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El feminismo, ya se sabe, es un compromiso colectivo. Si la justicia social fija su primera aspiración en el valor de la igualdad, resulta lógico que la lucha contra las desigualdades sociales entre hombres y mujeres sea un capítulo central en la vinculación cívica. En las celebraciones del Día de la Mujer, he visto a ministras, empresarias y políticas de la derecha hacer denuncias contra el machismo y apoyar medidas en favor de la igualdad. Me parece bien, cualquier apoyo a una causa justa merece respeto, aunque conviene no engañarse, porque hay muchas prácticas ideológicas y económicas que son incompatibles con la igualdad.

Por eso el feminismo, desde hace muchos años, no sólo ha sido una lucha justa, sino una escuela de libertad y emancipación a la hora de meditar sobre otros compromisos. Lo primero que debe tenerse en cuenta es que el feminismo supone quizá la única de las grandes causas del pensamiento de izquierdas que no ha acabado en catástrofe. La fraternidad de la Revolución Francesa acabó en la guillotina, el sueño comunista en las ejecuciones de Stalin y la socialdemocracia en la complicidad más turbia con los intereses de un capitalismo devorador. Al feminismo le quedan muchas conquistas pendientes, pero sus logros reales no se han visto obligados a convivir con ningún tipo de infamia. Eso vale mucho para las personas que quieren conservar al mismo tiempo sus ilusiones y su conciencia.

Como hombre, me gusta plantearme no sólo qué puedo yo aportar al feminismo, sino lo que el feminismo me ha aportado a mí en mi trabajo (la escritura) y en mis reflexiones políticas. La complicidad con el pensamiento feminista ha sido decisiva en asuntos que tienen que ver con la intimidad, el valor de los cuidados y las responsabilidades del poder.

Empecé a escribir y publicar al final de los años 70. Bajo el magisterio de la poesía de Antonio Machado y la cátedra de Juan Carlos Rodríguez, me acerqué a la poesía como un empeño de búsqueda de otra sentimentalidad, un deseo de llevar la democracia más allá de los ritos electorales. Los sentimientos son tan históricos como las Constituciones o los derechos laborales. No hay sueños públicos que puedan sostenerse en una plaza sin un proceso paralelo de emancipación de la identidad. No hay hallazgo formal que sea profundo sin una quiebra en la intimidad de las palabras. Ese es para mí el reto de la poesía: hacerme dueño de lo que digo cuando digo soy hombre, soy mujer, te quiero… En la conciencia histórica de la intimidad, en el deseo de llevar el compromiso cívico a lo que ocurre en una sala de estar o en una alcoba, el pensamiento feminista ha aportado una gran parte de las ideas más serias.

Ocurre lo mismo con los cuidados. Aunque debieran ser un asunto de todos, la desigualdad laboral y la feminización de la pobreza han convertido el tema de los cuidados en un capítulo importante de las reflexiones sobre el papel de la mujer. La escritura de la otra sentimentalidad me llevó con los años a concebir la poesía como una labor hospitalaria en la que los versos debían calcular de forma clara el lugar del otro, la presencia del lector o lectora que habita las palabras para que sea posible la emoción poética. El autor hace posible que exista el poema, pero la lectura es necesaria para que exista la poesía.

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Escribir es cuidar las palabras, reconocer la presencia del otro, cultivar las condiciones para que un mundo sea habitable. Si las transformaciones sociales deben abrir la puerta de las alcobas, el amor de los cuidados debería salir de los domicilios familiares a las plazas públicas. Politizar la intimidad legitima los amparos, las obligaciones y los derechos de la ciudadanía. En 1998, publiqué una poética titulada Resumen, en la que sentí la necesidad de mezclarlo todo: No existe libertad que no conozca, / ni humillación o miedo / a los que no me haya doblegado. / Por eso sé de amor, / por eso no medito el cuerpo que te doy, / por eso cuido tanto las cosas que te digo.

En cuanto a las reflexiones sobre la responsabilidad del poder, el pensamiento feminista ha teorizado de diversos modos que la sociedad que mide con el mismo rasero a los desiguales genera más desigualdad. Ser conscientes de la desigualdad es imprescindible a la hora de equilibrar con medidas efectivas las injusticias. La misma lógica que me lleva a defender la discriminación positiva en muchos ámbitos sociales, me lleva a pensar que en una disputa siempre es más responsable el más poderoso. No estoy nada de acuerdo, por ejemplo, con la deriva que ha tomado en Cataluña el gobierno de la Generalitat, pero creo que tiene más responsabilidad el gobierno de España en todo lo que nos está ocurriendo.

La última lección del feminismo que quiero considerar aquí es la autovigilancia. Mis compañeras me han enseñado no sólo que el protagonismo de la lucha feminista corresponde a las mujeres, sino que es bueno autovigilarse para que a unos y a otras no nos salgan ramalazos inadvertidos del machismo que respiramos. En esta sociedad de las redes y la telebasura, mientras corremos el riesgo de que las nuevas zonas de libertad se conviertan en vertederos de los bajos instintos y la ausencia de pensamiento, cada vez que escribo agradezco mucho la autovigilancia. Lo que empezó siendo una disciplina para expulsar el machismo de una sentimentalidad Otra, ha acabado en un compromiso conmigo mismo que me resulta clave cuando opino de cualquier cosa, negándome al nefasto acomodo en las banderías.

El feminismo, ya se sabe, es un compromiso colectivo. Si la justicia social fija su primera aspiración en el valor de la igualdad, resulta lógico que la lucha contra las desigualdades sociales entre hombres y mujeres sea un capítulo central en la vinculación cívica. En las celebraciones del Día de la Mujer, he visto a ministras, empresarias y políticas de la derecha hacer denuncias contra el machismo y apoyar medidas en favor de la igualdad. Me parece bien, cualquier apoyo a una causa justa merece respeto, aunque conviene no engañarse, porque hay muchas prácticas ideológicas y económicas que son incompatibles con la igualdad.

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