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En la muerte de Marcos Ana

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La memoria es una casa sin distancias precisas situada entre la vida y la muerte. Si consideramos el vértigo de la realidad, quizá se trata más bien de un refugio con ventanas abiertas para mirar el mundo y ver cómo sucede el tiempo entre las manos quebradizas del presente. En los sótanos de la memoria habitan los entusiasmos, las heridas, las obsesiones y las causas últimas del miedo. En el salón de estar se conforma eso que llamamos nuestra identidad.

El vértigo de esta semana de finales de noviembre se llama muerte. Yo pensé dedicar este artículo al espectáculo desolador desatado por fallecimiento de Rita Barberá. El sentimiento de silencio trágico y respeto que provoca cualquier muerte quedó pronto superado por la falta de escrúpulos de una derecha española sin límites. No sólo fue capaz de culpabilizar de la muerte de la exmilitante del PP a los ciudadanos que han intentado luchar contra la corrupción en la vida pública española, sino que impuso en el parlamento un minuto de silencio consagrado a un personaje turbio. Nada hay más desmoralizador que las perversiones de la política aseguradas en su propia impunidad.

Pero después llegó la noticia de que Marcos Ana se moría y me quedé sin ganas de escribir sobre Rita Barberá. Cuando se vive el paso del tiempo más como una sensación de despedida que como una ilusión de espera, la muerte de un amigo llena de tristeza íntima la palabra otoño. Pero el vértigo no se detiene en la intimidad y de pronto nos enteramos también de la muerte de Fidel Castro. El otoño ya no es intimidad sino acontecimiento histórico, suceso planetario. Con tanta hoja caída, necesito irme por las ramas de mi melancolía.

La identidad que se ha forjado en el salón de estar de mi memoria tiene los muebles del respeto por la democracia y del desprecio por el capitalismo. Soy un rojo español que heredó la lucha contra la dictadura de Franco y la militancia contra la economía inhumana de la desigualdad y la ley del más fuerte. De la mano de Rafael Alberti y Marcos Ana tuve la oportunidad de viajar por los países del Este al principio de los años 80. El compromiso político y la poesía me han dado en la vida mis mejores amistades. Rafael, además de autor de alguno de los poemas más importantes de la literatura española contemporánea, era un símbolo de la lucha contra el fascismo en la guerra civil española. Marcos Ana, con sus Poemas desde la cárcel y sus 23 años de cautiverio, era la leyenda viva de la resistencia. En distintas ciudades del mundo, he visto muchas veces a brigadistas internacionales acercarse a Rafael y Marcos para decirles “no pasarán”, “ay Carmela”, “puente de los franceses”…

También recuerdo la cara que pusieron Rafael y Marcos cuando les comenté que la Rumanía de Ceausescu me resultaba muy parecida a la España de Franco y que ser de izquierdas era más difícil en Bucarest que en Madrid, porque el terror de Franco se ejercía en nombre de un poder injusto y el de Ceausescu se escondía en la coartada del pueblo. Aunque el PCE estaba separado hacía tiempo de la obediencia soviética, para unos comunistas nacidos a principios del siglo XX resultaba difícil distanciarse de algunos sentimientos. El poema contra Stalin lo tienes que escribir tú, me dijo una noche Rafael. Ten en cuenta que yo hice la guerra ayudado por la Unión Soviética y abandonado por las democracias europeas. A ti te corresponde escribir ese poema.

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Y lo escribí porque me correspondía, pero sintiéndome heredero de una tradición llena de matices. Vuelvo con frecuencia al recuerdo de un día de verano en casa de Teodulfo Lagunero, con Almudena, Marcos, Santiago y Carmen. Teodulfo es el millonario de izquierdas que ayudó a Pasionaria en Francia, a Rafael y María Teresa León en Roma y a Marcos Ana en Madrid. Fue también quien buscó la peluca y el coche que disfrazaron el regreso de Santiago Carrillo a España. Salieron los temas de siempre: la actualidad, lo que fue y lo que es, el Partido, el eurocomunismo, Cuba, la Transición, la personalidad de Jorge Semprún, los matices de cada uno… Yo me declaré un heredero de todos ellos, mi edad permitía admirar a la vez a Jorge, Santiago, Teodulfo, Marcos, sentirlos a cada uno en su camino como una parte de mi historia.

Mi historia sigue siendo, aunque todo me suena hoy a música de despedida, la de un rojo español que escribe poemas sobre la difícil dignidad de la conciencia, el amor a la democracia de los cuerpos y las opiniones y el desprecio ante la explotación capitalista. Y cada vez que escribo mi poema contra el estalinismo lo hago porque me corresponde y porque sigo comprometido con el porvenir de una ilusión que es incompatible con la desigualdad y con las formas blandas o duras de la represión.

Mientras el tiempo nos diluye a todos de forma inevitable, es frecuente ver cómo muchas personas se mantienen de pie gracias a sus rencores. Marcos Ana ha sido una lección, un ejemplo raro: se ha mantenido firme hasta el final gracias a la bondad. Seguía convencido de que la libertad personal resulta incompatible con la esclavitud de los otros. Su victoria más importante fue conseguir que no le contagiaran el odio las personas que le habían robado su vida durante 23 años de cárcel y su país durante 40 de dictadura. Esa victoria íntima le permitió mantener la fe en el triunfo del socialismo. Confieso que yo no estoy tan seguro. Corazones como el de Marcos Ana me ayudan a vivir como si fuese posible el triunfo. Hay amores que no necesitan de la esperanza para justificarse. 

La memoria es una casa sin distancias precisas situada entre la vida y la muerte. Si consideramos el vértigo de la realidad, quizá se trata más bien de un refugio con ventanas abiertas para mirar el mundo y ver cómo sucede el tiempo entre las manos quebradizas del presente. En los sótanos de la memoria habitan los entusiasmos, las heridas, las obsesiones y las causas últimas del miedo. En el salón de estar se conforma eso que llamamos nuestra identidad.

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