Las movilizaciones en defensa de la sanidad pública centran la mirada en uno de los asuntos clave de la convivencia democrática. Es central porque es transversal. Hay pocos aspectos de la vida que no se relacionen con él, desde la propia legitimación del contrato social hasta el sentido más justo de la política. El mejor acuerdo para marcar un orden de vida en común no responde al deseo prepotente de dominación, sino a la necesidad de cuidar y ser cuidado. Y el mejor sentido de la política, como afirmó la Constitución española de 1812, es trabajar por la felicidad de los ciudadanos. Así que la mala salud pública supone una agresión al sentido último de los vínculos cívicos.
La degradación de los servicios es el mayor síntoma de una ideología de efectos más alargados. Hay un modo de pensar el mundo relacionado con tristezas que se han hecho cotidianas: la dificultad de conseguir una cita, el cierre de consultas, el empobrecimiento de la atención primaria y el maltrato a los profesionales de la medicina. La prioridad de la salud no cobra importancia sólo en momentos de epidemia, sino en la existencia diaria de una comunidad que nace, crece, se reproduce, cuida a sus hijos y sus ancianos, defiende la calidad de vida y aspira a morir con dignidad.
Cada vez que pienso en la salud acabo meditando sobre la articulación entre lo privado y lo público, al calor de palabras como infantilismo, libertad, igualdad y fraternidad y en medio de las diversas propuestas de futuro que pueden recoger la idea de progreso. La dignidad de las batas blancas representa nuestra propia dignidad.
La vida privada tiende a fundarse en el amor y en los cuidados que caracterizan la relación entre amantes, padres e hijos. Muchas situaciones de crisis han encontrado formas de resistencia en la ayuda económica de las generaciones o en la solidaridad familiar ante las enfermedades. Ya sé que hay relaciones familiares que acaban como el rosario de la aurora, pero se trata de que la construcción del espacio común no se parezca a una pelea entre cuñados por una herencia, sino a un salón de estar definido por el amor y la voluntad de convivir. Sacar la fraternidad privada a la esfera pública es la mejor forma de entender el acuerdo que da sentido a un contrato social. No existe orden justo de deberes que no descanse en la fraternidad de los derechos.
¿Que la defensa de la sanidad pública está politizada? Por supuesto. Igual que la apuesta por la privatización de los servicios
La palabra libertad ha sufrido en los últimos años una identificación horrible con la ley del más fuerte. Triste memoria nos dejaron Margaret Thatcher, Nixon, Reagan y Pinochet. Lejos del deseo ilustrado de crear un marco de respeto en el que sea posible el desarrollo libre de las conciencias, parece que se trata de la lucha sin límites ni obligaciones por acumular poder y riqueza. De esta forma se rompió la unidad original entre libertad, igualdad y fraternidad, favoreciendo una actividad libre y agresiva para generar desigualdades. Despreciar los ámbitos de la sanidad y la educación como cimientos públicos de la democracia supone el impulso a una dinámica de poderes que rebajan el sentido de la justicia social en nuestra convivencia.
Si miro hacia la educación es porque una ciudadanía formada en el proyecto de las élites implica la perpetuación estatal de la desigualdad. Élites preparadas para dominar necesitan mayorías sin formación ni conciencia crítica, acostumbradas a la servidumbre. Y para restarle gravedad ética a esta herida en la convivencia, resulta muy eficaz la infantilización del pensamiento, personas que no se sientan responsables, dominadas por un narcisismo consumista sin interpelaciones y por una promesa de felicidad que desconozca asuntos como los de la pobreza, el dolor, la enfermedad, el envejecimiento y la muerte. La obligación de cuidar no es una demanda relacionada con la tentación de tratar a los ciudadanos como si fuesen niños. Por el contrario, supone tomar conciencia de las responsabilidades de una vida adulta.
El sentido del progreso social condensa las mismas disputas que la palabra libertad. A los ciudadanos se les puede presentar un futuro en el que crecer signifique el triunfo aislado, el sálvese quien pueda y la acumulación particular…, frente a la ilusión de un horizonte solidario y equilibrado por las seguridades colectivas del bien común. La disputa se produce entre una idea de la sociedad gobernada por Don Dinero o un compromiso político con la convivencia justa. La autoridad de los ciudadanos necesita organizarse políticamente, porque su futuro depende de los cuidados que quieran asegurarse frente al poder del dinero.
Todas estas cosas laten en los debates entre una política que defiende la sanidad pública y otra que entiende la enfermedad como un camino más para facilitar los negocios privados. ¿Que la defensa de la sanidad pública está politizada? Por supuesto. Igual que la apuesta por la privatización de los servicios.
Las movilizaciones en defensa de la sanidad pública centran la mirada en uno de los asuntos clave de la convivencia democrática. Es central porque es transversal. Hay pocos aspectos de la vida que no se relacionen con él, desde la propia legitimación del contrato social hasta el sentido más justo de la política. El mejor acuerdo para marcar un orden de vida en común no responde al deseo prepotente de dominación, sino a la necesidad de cuidar y ser cuidado. Y el mejor sentido de la política, como afirmó la Constitución española de 1812, es trabajar por la felicidad de los ciudadanos. Así que la mala salud pública supone una agresión al sentido último de los vínculos cívicos.